lunes, 9 de noviembre de 2015

Lo dije yo primero

Véanse: Votar o no votar (2009) y Kafka para todos y todas (2015)

Yo no voté
por Mirta Varela para Ñ



Después del sorpresivo resultado de las elecciones, Cristina Fernández se refirió a las virtudes de un sistema electoral que permitió levar dos veces a la presidencia a Yrigoyen, tres veces a Perón, una a Alfonsín y a Kirchner y dos veces a ella misma. Como respuesta a las demandas en favor del voto electrónico, Fernández no sólo reivindicó como un “inmenso acto político de responsabilidad ciudadana” meter la boleta en un sobre y éste en una urna. También deslizó una frase inquietante: “No sé si iré a votar cuando haya que apretar un botón”. ¿Goza la presidenta de un privilegio que nos es negado al resto de los ciudadanos? ¿Acaso no es obligatorio el voto en Argentina? Ante un balotaje donde una fuerza electoral realiza campaña por el voto en blanco con el muy razonable argumento de que no es posible diferenciar a dos candidatos menemistas separados al nacer, cabe preguntarse por qué no reclamar el voto no obligatorio.
La liviandad con que la Presidenta parece decidir si va o no va a ir a votar evidencia la desigualdad del sistema. Y explica, en buena medida, por qué el derecho a elegir se ha convertido en la obligación de optar entre el naranja, el amarillo o el blanco. En verdad, el voto ya es optativo para los jóvenes de 16 a 18 años y para los mayores de 70. Como lo es en la mayor parte de los países democráticos donde resultaría inadmisible confundir un derecho con una obligación. En un sistema que se proclama igualitario, la desigualdad basada en un principio etario no debiera resultar menos escandalosa que la racial, religiosa o de género. Si un joven de 16 años está maduro para ejercer su derecho al voto, resulta inaceptable que la amplia franja de ciudadanos entre los 18 y los 70 no estemos igualmente maduros para decidir si vamos a participar de la elección.
La dictadura nos legó un temor paralizante a discutir un sistema que resulta funcional a “la clase política”. Y de pronto, todo se reduce a la urgencia por decidir entre dos candidatos o dos modelos en los que supuestamente se juega el destino del país, pero no existe espacio para debatir las cuestiones que realmente acarrean consecuencias prácticas. Porque me pregunto qué grado de responsabilidad va a asumir Horacio González cuando Scioli sea Scioli, si llega a ser electo. Votar desgarrado se parece bastante a estar un poquito embarazado. Y quienes llaman a votar por Scioli o por Macri como mal menor van a encontrarse con un bebé no deseado entre los brazos por evitar el riesgo (delito o pecado según el cristal con que se mire) de abortar a tiempo. Así, todo se reduce a reactualizar el miedo que impide cuestionar a dirigentes que carecen de legitimidad. Por eso el 2001 es aludido como una crisis terminal y no –también- como un momento en el que se puso en cuestión todo un sistema.
El voto es indispensable para sostener los privilegios que le hacen creer a la Presidenta que si no le gusta, puede no participar. En países donde el sufragio no es obligatorio, la decisión de no votar puede adoptar sentidos muy diversos. Puede obedecer a mera indiferencia pero también utilizarse como recurso de los débiles. El movimiento #No les votes en España, por ejemplo, argumenta que “dado que los partidos del arco parlamentario han decidido ignorar los deseos e intereses de los ciudadanos, ignorémoslos nosotros a ellos en donde más les duele: el voto. Porque sin tu voto no son nada”, dicen. Pero en la Argentina, la obligatoriedad coloca esta alternativa fuera del sistema. Y la tan mentada vuelta de la política del kirchnerismo nos obliga a opciones del tipo: Scioli o Macri, voto en papel o voto electrónico, inseguridad o represión.
¿Es el voto en blanco la opción frente al mal menor? Lo es dentro de este sistema en el que no podemos decidir, sino apenas optar. O transgredir. Porque las elecciones primarias dejaron en claro que numerosos ciudadanos se abstuvieron de participar y, de hecho, hubo candidatos que explicaron públicamente que la gente no va a votar en las primarias porque no está acostumbrada a esa “novedad” y porque no sufre ninguna consecuencia. En verdad, a los políticos les costaría mucho encontrar argumentos para condenar algo que resulta normal en la mayor parte de los sistemas electorales y que, en menor medida, ya forma parte del sistema argentino. Porque ni los motivos históricos que llevaron a optar por el voto obligatorio (porque es bueno recordar que hasta decidirlo, era apenas una alternativa entre otras), ni los motivos apasionados de quienes dicen hablar en nombre de “los que lucharon por la democracia” (algo muy discutible ya que las organizaciones armadas no tenían como finalidad la democracia y las víctimas de la dictadura no lo fueron por defender el voto obligatorio) resultan suficientes para explicar por qué deberíamos estar forzados a optar entre dos fuerzas que ni siquiera se dignan a explicitar propuestas que igualmente sospechamos.
Ante la alternativa del naranja y el amarillo, el blanco se presenta como una salida a la opción forzosa por “el mal menor”. Los motivos son compartibles pero insuficientes.  Resulta indispensable denunciar la obligación de aceptar mediante el voto a políticos que se cambian de partido como de peinado, que no cumplen lo que prometen o no prometen para no cumplir, que hacen ostentación del fraude y del engaño, que gozan de la impunidad de las leyes y se enriquecen con nuestro dinero. Se enriquecen con ese dinero que retienen de nuestro salario, ése que en lugar de utilizar para evitar muertes por desnutrición o accidentes ferroviarios o el deterioro cotidiano de viajar como ganado o vivir en condiciones indignas sirve para enriquecer sus arcas o para realizar campañas con las que pretenden seducirnos.  Es nuestro dinero el que se utiliza para comprar votos, tal como se constató durante las elecciones en varias provincias. ¿Por qué deberíamos legitimarlos participando de la elección?
No votar puede obedecer a la indiferencia o el hartazgo pero también supone un riesgo, una toma de posición política en el sentido más fuerte del término. Una toma de posición razonada, argumentada y que obligue a los políticos a discutir lo que nos interesa, en lugar de distraernos con campañas costosas de slogans vacíos. Porque me interesa la política y no imagino el voto como un “Me gusta” en Facebook entiendo que es necesario impugnar esta falsa diyuntiva por completo. En 1997, algunas intelectuales argentinas publicaron relatos en primera persona bajo el título genérico de “Yo aborté”. La decisión de hacer pública una decisión privada estaba justificada por el hecho de que el aborto era un delito. Y continúa siendo un delito pese a los años transcurridos porque la Presidenta enuncia como un triunfo feminista que las mujeres podemos ser finalmente consideradas “inteligentes y lindas”. Enunciar públicamente “yo aborté” pone en la superficie el delgado límite entre lo legal y lo ilegal, entre lo aceptable y lo reprimible. Creo que ha llegado el momento de decir “Yo no voté”.
 
 

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