Por Daniel Link para Perfil
Mis resquemores para con este año
bisiesto eran muchos (para mí son siempre funestos), pero éste está
superando todo lo previsto. Por si las moscas, rechacé una
invitación a un encuentro en Bogotá (Colombia). La casualidad quiso
que mi hija visitara esa ciudad por razones laborales y me trajera un
curioso informe sobre estratificación social.
La ciudad de Bogotá está zonificada
en estratos del 1 (el más bajo) al 6 (el más alto), según el
barrio de que se trate y el tipo de edificación. Según el estrato
en el que uno viva, se calcula el costo de los servicios y los
subsidios que se reciben. El sistema parece justo, pero es
estigmatizante. Supongamos que uno elije vivir en un estrato inferior
al que sus ingresos le permitirían, para beneficiarse con una carga
impositiva menor o con mayores subsidios: quedaría, de ese modo,
fijado a un estrato, como si fuera un bien inmueble. Un empleado de
la multinacional que mi hija visitaba se etiquetó a si mismo como
estrato 4 (el 10 % de la población, el que paga el costo “real”
de los servicios, sin subsidios ni sobreprecios).
En India, hay un sistema de castas que
también supone privilegios y accesos a la educación y al mercado
laboral. No se trata precisamente de ejemplos de sociedades con
movilidad social, a lo que habría que aspirar como un absoluto.
En Bogotá nos alinearíamos con la
socióloga Consuelo Uribe Mallarino, para condenar "El poder
clasificatorio de la estratificación” que “marca la identidad de
los colombianos al punto de que, cuando se busca compañía, el
estrato se coloca (en los anuncios personales) al lado del sexo, la
contextura física o la edad". En el caso de India, no tengo
idea. Pero en Argentina, en cambio, ni siquiera esa sutileza se nos
permite. Están los que se benefician con cada uno de los anuncios de
(des)gobierno (estratos 5 y 6) y están los que bisiestamente nos
ahogamos en la inflación, las paritarias techadas y los aumentos
tarifarios (más allá de la quita de subsidios que, como se venían
aplicando, eran una locura que ni en Bogotá habrían admitido).
Para cualquier sistema confiable de
subsidio con vocación redistributiva (recupero esta palabra arcaica,
pero necesaria), harían falta estadísticas y censos, que este
gobierno ya lanzó al sumidero cloacal, junto con cualquier otra
esperanza. Yo sigo sosteniendo una: que no nos maten las legiones y
cohortes protocolares de Patricia Bullrich.
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