jueves, 4 de febrero de 2016

¡Ya viene el cortejo, ya se oyen los claros clarines!

Rubén Darío, el modernista que resuena hasta en el tango

publicado en Clarín

Sorprendió con imágenes novedosas, con la métrica y el ritmo. Revolucionó el lenguaje de tal manera que en su país, Nicaragua, quieren declararlo héroe nacional, por la defensa de la soberanía del idioma. Congresos y celebraciones se realizan en su nombre.

En estas horas, el parlamento nicaragüense debate nombrar a un poeta como héroe nacional. Parece extraño pero no lo es si el poeta en cuestión es Rubén Darío. La iniciativa argumenta que Rubén Darío, con su pluma e intelecto como armas, “defendió la soberanía e independencia de la lengua nacional de Nicaragua, y la de todas las naciones americanas de habla española, y la de España misma, y aún más, a Francia, lenguas que defendió y enriqueció con su verso y prosas”. El centenario de su muerte, ocurrida la noche del 6 de febrero por una cirrosis, habilitó este tipo de homenajes al padre del modernismo hispanoamericano, figura central del Congreso de la Lengua que se realizará en Puerto Rico en marzo y de otro congreso organizado en Buenos Aires por la UNTREF.
Fue un personaje excesivo, contradictorio, a veces rídiculo, que forjó a partir de un soberbio dominio del lenguaje una renovación que, junto a Pablo Neruda y César Vallejo, dejó una profunda marca en la poesía contemporánea. Nacido en San Pedro de Metapa (hoy Ciudad Darío) en 1867, fue un “niño prodigio”, como escribió sin modestia en La vida de Rubén Darío escrita por él mismo. Según le habían dicho (y él repetía), aprendió a leer a los tres años y a los catorce años ya publicaba sus primeros textos en un periódico opositor de nombre rimbombante (La Verdad). En El Salvador se inició en el espiritismo y dio clases de gramática en liceos. César Aira refiere la leyenda que Darío sabía de memoria el Diccionario de la Real Academia. Fue en 1888 cuando publicó en Valparaíso su libro Azul, punto de partida de toda una estética. Tenía 21 años.
La académica Graciela Montaldo estudió la manera como Darío construyó su figura de intelectual latinoamericano a partir de sus crónicas y ocupó un rol de agitador en la vida cultural de los diferentes países en los que residió. En Nueva York conoció a José Martí y en París a Paul Verlaine. “La estatua de la Libertad está levantada delante de la ciclópea Nueva York; el simulacro de la vida futura de la América latina debe levantarse, triunfante, delante de Buenos Aires”, escribió Darío en su poema “A la Argentina”, donde ya tenía admiradores como Leopoldo Lugones, con quien después mantendría una polémica estética y una confrontación de egos. En agosto de 1893 llegó a esta ciudad con un cargo diplomático y volvió como celebridad para el centenario. Tuvo una vida agitada. Asistía a las tertulias en casa de Rafael Obligado y el periodismo fue su modo de subsistencia (la diplomacia no pagaba lo suficiente): fue corresponsal de La Nación y escribió para Tribuna, El Tiempo y crítica de arte en La Prensa. Para celebrar la inauguración del Museo Nacional de Bellas Artes, Darío compuso el poema “Toast”, dedicado a Eduardo Schiaffino. “Que el champaña de oro hoy refleje en su onda/ la blanca maravilla que en el gran Louvre impera”. Aquí también publicó en 1896 dos libros esenciales del proyecto modernista: Prosas profanas y Los Raros.
En Las contradicciones del modernismo, Noé Jitrik supo ver los rasgos fundamentales de la poesía modernista como musicalidad del “decir” y preocupación por el “escribir” e identificó los diversos elementos capitales de esa renovación: el ritmo, el acento, la métrica, la estrofa, la rima, la aliteración y las imágenes novedosas. Fogwill consideraba a Darío como “un drogón de aquellos”, pero que “hasta en sus peores épocas de curda y reventado produjo obras maestras”. No tenía dudas: “desde el Siglo de Oro, no hubo nada hasta Rubén” e incluso hoy algunos caminan, cantan y hablan en una métrica que responde a Darío. “Sin esa sensibilidad que en Darío era pura ironía y en los que lo reproducen sin saberlo es puro mimetismo y obediencia al código de elegancia de los sentimientos, no existirían el tango ni el bolero”. Fogwill no exageraba. En “El verso sutil”, Darío escribe “Oh, saber amar es saber sufrir,/ amar y sufrir, sufrir y sentir,/ y el hacha besar que nos ha de herir...” que encontró resonancia en “Primero hay que saber sufrir,/ después amar, después partir/ y, al fin, andar sin pensamientos” del tango “Naranjo en flor”. Es así. Este sábado, cuando oscurezca, la poesía, otra vez, se vestirá de luto. 

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