Cada 24 de marzo pienso en mi primo
Fernando y su voz (la que recuerdo o la que imagino, porque a esta
altura del partido esos registros son indiscernibles) me dice que
habla en nombre de 30.000, y yo trato de que me conteste qué pasó,
porque una cosa es saber que alguien fue condenado por haber hecho
tal o cual cosa (y evaluar la pertinencia o no de esa pena) y otra
cosa es el veredicto indeterminado, un veredicto al ser, a una forma
de pensar o a una afiliación. Esa herida es incurable.
Como tantos otros, me di cuenta tarde
del golpe. En marzo de 1976 yo tenía 16 años, empezaba quinto año
de la escuela secundaria, era secretario general del Centro de
Estudiantes y creía que el golpe de Estado era uno más de la larga
lista de sublevaciones militares que habían acompañado mi infancia
(“Me acuesto con Illía –así acentuado–, me levanto con
Onganía”, era un versito que había aprendido de mi abuela
materna).
Ese año nos tocó organizar el acto
del Día de la Raza. Apenas cumplidos mis 17 años, yo fui designado
para hacer el guión de esa pieza con la cual nos despediríamos del
colegio. Entre los textos que se leyeron había fragmentos del Canto
general y de Confieso que he vivido de Pablo Neruda. Entre
las canciones que tocaron y cantaron mis amigos músicos de entonces,
incluimos ese hermoso fragmento de la Cantata Sudamericana que
dice: “Otra emancipación, otra emancipación/ les digo yo/ les
digo que hay que conquistar/ y entonces sí/ y entonces sí mi
continente acunará/ una felicidad, una felicidad/ con esta gente
chica como usted y como yo”.
La profesora de Historia, la Sra.
Silveyra, y otras esposas de coroneles y capitanes responsables de
nuestra educación abandonaron el salón de actos de inmediato (lo
que, a nuestro juicio, fue un insulto a la bandera de ceremonias). La
profesora de Literatura, a quien secretamente yo le dedicaba mis
estúpidos poemas de entonces, me convocó para decirme que todos los
que habíamos participado de esa conmemoración corríamos, entre
otros riesgos, el de ser expulsados del colegio. Nos habíamos
transformado en “rojos” que hacían “propaganda subversiva”,
no ya por los textos y canciones que elegimos, sino también por el
uso del color del telón del teatro de mi colegio (que era, desde
siempre, de terciopelo rojo). Entonces me di cuenta de que algo más
grave que Lanusse estaba sucediendo. Yo era buen alumno y mi
beligerancia política se había canalizado hasta entonces en el
reclamo de más papel higiénico en los baños y cosas por el estilo.
No entendía lo que pasaba.
Tampoco entendía lo que pasaba en mi
familia, angustiada y dividida por la desaparición de mi primo
Fernando Rizzo, con cuyos libros, que le compré años antes a precio
de saldo, había armado mi primera biblioteca. Ese 12 de octubre, mis
amigos y yo empezamos a comprender el valor de una ausencia, de dos,
de tres, de treinta mil. Yo empecé a entender lo que significaban
los enloquecidos viajes de mi tía a los cuarteles y las cárceles de
todo el país tratando de encontrar sin suerte a su hijo, y
lentamente nos fue dominando la tristeza de una pseudo-existencia
vivida a escondidas y el horror de la realidad, que empezaba a
atravesarnos. O mejor dicho: nosotros, que abandonábamos el colegio,
empezábamos a circular a través de una realidad horrible con la
tristeza del testigo de algo de lo que nunca podrá hablar con
dignidad.
Cuarenta años después, todo sigue más
o menos igual, en lo que respecta a mi propia capacidad para sostener
un discurso, y por eso, en su momento, evité referirme a las
tristes, desencaminadas y mezquinas declaraciones del Sr. Darío
Lopérfido.
Por fortuna, la sociedad civil tiene
mejores recursos que yo para el asunto, lo que quedó demostrado no
sólo en el unánime repudio del que fueron objeto los dichos del Sr.
Lopérfido sino, antes, en la conducta ejemplar de las organizaciones
de defensa de los derechos humanos, que no cejaron un instante en
sostener un deseo de verdad y de justicia que no ha cesado y que no
debe cesar. Provocaciones como las de Darío nos hunden en la pena
porque sólo redoblan el veredicto indeterminado.
Mi comentario luego de leer el artículono va al fondo de la cuestión, sino a un detalle del mismo. En él se menciona una profesora de historia de apellido Silveyra casada con un coronel. Curiosamente, yo fui a un colegio alemán en Villa Ballester con una persona que reúne las mismas características. Por mi edad, a mí me tocó vivir situaciones "complejas" años después, durante la Guerra de las Malvinas. Gracias y perdón por mi impertienencia por el comentario quizás descolocado.
ResponderBorrarChristian Schwarz
Pero Fernandez Meijide también cestiona el número de 30.000. Por qué no se la considera persona no grata también? Eso no lo entiendo
ResponderBorrarCómo olvidar a la profesora Silveyra, del Instituto Ballester. Yo egresé del secundario en 1996 y tuve anécdotas similares, en mi caso con la Comisión Directiva.
ResponderBorrar