por Daniel Guebel para Perfil
Las vacaciones sureñas de Cristina fueron bienvenidas: ya cansaba un
poco con esos discursos kilométricos, celebratorios de gestas
autorreferenciales y épicas de difuntos. Pero lo que la sucedió, en
términos de pura oratoria, fue peor: luego de un par de meses de
soliloquios chirles y deshilvanados del presidente actual, encima
salpicados de expresiones compungidas acerca de las consecuencias de las
políticas que él mismo decidió instrumentar, y por algunos lapsus
confesionales que mejor haría en hablar con algún analista que con la
armonizadora del sector budista cheto a la que consulta (“Estoy haciendo
lo mínimo indispensable para que todos lleguemos a buen puerto”), el
reciente discurso de Cristina hasta me hizo pensar que pudiera
extrañarla. Sigue siendo lo que era: ella en el centro de la historia,
ella como víctima propiciatoria, ella como reina de amorosos corazones,
con su gestualidad calcada de Andrea del Boca, pero también adornada con
los atributos de una pasión verdadera. Cristina volvió y ocupó el
centro de la escena: el acto en Salta de Macri junto al novio de Isabel
Macedo saturó menos pantallas que su discurso en Comodoro Py, y es
posible que esa tendencia continúe, ya que la promesa del gobierno
actual sigue siendo la venta de un futuro luminoso en compensación de
este presente recesivo. Esa fórmula calza justo al deseo K, que
exprimirá a gusto la receta tradicional del peronismo: la recordación de
un pasado que se celebra como un paraíso perdido.
En ese sentido, era obvio que la citación de Bonadio resultaría la mejor
plataforma para el relanzamiento K. Cuanto más tribunales visite, más
espacio tendrá la ex presidenta para construirse como heroína y como
víctima. Entretanto, el macrismo continuará su desgaste, salvo que por
milagro descubra que un país no es un negocio y reconozca la existencia
de la política.
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