Por Daniel Link para Perfil
Es una suerte que mi amiga la doctora
(Ph.D.) no lea diarios (Facebook es su única fuente) porque, si lo
hiciera, me reclamaría porcentajes sobre las columnas que le debo.
Nuestro último intercambio tuvo como
objeto a UBER. Me inscribí en la aplicación y envié a mis amigos
el código promocional para que se ahorraran cien pesos por viaje.
La doctora contestó “¡Pobres
tacheros! Solidaridad!”, circunstancia que mi amigo el poeta
aprovechó para hacer propaganda trosca: “Es terrible pensar que
justamente un sector que estuvo tan arriba haciendo publicidad al
fascismo de derecha más recalcitrante termine pagando los platos
rotos del ajuste y la modernización social de este auspicioso
presente por el que ellos trabajaron tanto. ¡Solidaridad ya!”.
La doctora, adherida a una era
geológica ya superada, replicó: “¡Ahora serán otro gremio
antimacrista! Yo los infiltro en cada viaje”.
Me sentí un poco responsable de haber
abierto la puerta de semejante pista de patinaje y le recordé que el
gobierno de la ciudad y, sobre todo, el gobierno nacional, se habían
expedido terminantemente contra UBER, lo que había redundando en la
caducidad de su bono de bienvenida (y también del mío), porque la
empresa se lanzó a la conquista salvaje de un territorio nuevo y
ofreció viajes gratis. De todos modos, no hubo forma de conseguir un
móvil durante todo el fin de semana pasado.
Como habíamos quedado en comer con
nuestro amigo el abogado en un lugar relativamente cerca, y donde no
abundan los estacionamientos, y llovía, decidimos llamar un
taxímetro. El conductor, ignorante de nuestros intercambios, sin
embargo corroboró todos nuestros juicios previos (que no son
prejuicios).
Reclamo, pues, que el servicio UBER se
reglamente a la brevedad y que los conductores de taxis se incorporen
(con la amabilidad requerida) a ese servicio y a los que vendrán:
UBERbus, UBEReats. Más tarde o más temprano, la doctora cederá.
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