por Daniel Link para Perfil
Llamamos “La Gran Cozarinsky” a una
pirueta mundana que nos enseñó el Gran Maestre Edgardo Cozarinsky:
desaparecer de pronto y sin avisar a nadie de una fiesta o una
reunión. La última vez que la ejecutó fue en su propio cumpleaños.
De pronto los invitados quedamos mirándonos a los ojos sin saber qué
otra cosa nos unía más que el homenajeado ausente (por cierto, la
condición de posibilidad de esta pirueta extrema es no festejar ni
libros ni años en la propia casa).
Si me detengo en el comentario
admirativo de este comportamiento es porque sospecho que es la
condición de posibilidad de la extraordinaria productividad de
Cozarinsky: al mismo tiempo que la novela Dark (Tusquets), nos
regaló Niño enterrado, una colección de escrituras perdidas
que no podría ser más “cozarinskiana” (Entropía).
Dark comienza con un ataque de
pánico y la “solapada censura a la que ha cedido su vida
cotidiana”. Cumpliendo con una promesa que a nadie más que a él
puede importarle tanto, la escritura de ese incipit es de una
fastuosidad desconocida, de una soltura sintáctica envidiable y un
atrevimiento juvenil que nos llena de algarabía: si Edgardo puede
entregarse a una prosa tan deslumbrante, ¿por qué no nosotros, por
qué no? (no me refiero a la inconmensurable diferencia de talentos
que favorece a Cozarinsky, porque eso ya es sabido, sino al carácter
aventurero de dejarse llevar por el ritmo enloquecido de un corazón
en pánico).
Lo que viene después es una historia
anclada en la nostalgia de algo que tal vez nunca existió: un
fumadero de opio en la Isla Maciel. La persecución de esa pista
lleva al protagonista de Dark (que, justo es decirlo, no es
tan “dark” como el autor ha anunciado), un adolescente en la
década del cincuenta, a relacionarse con un oscuro personaje que lo
dobla en edad, lo triplica en experiencias bajomundanas y lo pasea
por un Buenos Aires combustionado ya por una amor que aprende a
balbucear su nombre en el contexto de una ideología todavía
homófoba y misógina, un amor que tiñe toda la historia y arrastra
a los personajes hacia un límite que no quieren o no pueden
franquear y que sólo alcanza a expresarse en un grito único y
liminar (“¡te quiero, pendejo!”) pronunciado después de la
catástrofe que el narrador recuerda entre “añicos y residuos del
pasado”, “en una de sus últimas noches de vida” (pero esta
última declaración, tal vez, sea sólo el efecto del ataque de
pánico de las primeras páginas). Dark hace de la inminencia
su lógica temporal, y se la lee de acuerdo con ese régimen entre
apocalíptico y mesiánico: lo que vendrá (y que nunca llega).
Niño enterrado es una colección
de fragmentos narrados en tercera persona: la mayoría de ellos son
estampas de memoria sin incurrir en el tono sombrío del
memorialismo, otros son pequeños ensayos sobre películas o libros.
Cada tanto, los fragmentos están interrumpidos por citas sembradas
como pistas de un método singular e inalcanzable. “Yo soy un
novelista que vive de escabar la basura” de Germán Marín o “la
literatura nacional tiene la forma de un complot” de Ricardo Piglia
no alcanzan a entregar una imagen clara del método cozarinskiano,
que debe tal vez más a la figura de los niños perdidos (“Él odia
al niño que fue” es la frase inaugural del libro) o a la de la
máquina que inventa recuerdos que no tiene (Blade Runner).
A horcajadas entre el testimonio, el
ensayo y la ficción, Niño enterrado nos devuelve el mejor
Cozarinsky, el que está en todas partes y en ninguna.
¿Cómo lo hace? Tal vez su enseñanza
en el registro mundano pueda trasladarse también al registro de los
signos: ni rechazar un círculo ni habitarlo para siempre, sino con
la intermitencia propia de las estrellas fugaces. Estar yéndose
parece ser el truco de Cozarnisky: a otra ciudad, a otro soporte (el
cine), a otra fiesta, a otra biblioteca y a otros recovecos de la
memoria.
Es la mejor manera de estar siempre en
un umbral y en ese umbral de transformación y de fuga, encuentra
Cozarinsky su potencia y su capacidad para transformar su tiempo
perdido (escribo estas palabras con toda su energía proustiana) en
la mejor literatura.
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