sábado, 7 de mayo de 2016

La Gran Cozarinsky


por Daniel Link para Perfil

Llamamos “La Gran Cozarinsky” a una pirueta mundana que nos enseñó el Gran Maestre Edgardo Cozarinsky: desaparecer de pronto y sin avisar a nadie de una fiesta o una reunión. La última vez que la ejecutó fue en su propio cumpleaños. De pronto los invitados quedamos mirándonos a los ojos sin saber qué otra cosa nos unía más que el homenajeado ausente (por cierto, la condición de posibilidad de esta pirueta extrema es no festejar ni libros ni años en la propia casa).
Si me detengo en el comentario admirativo de este comportamiento es porque sospecho que es la condición de posibilidad de la extraordinaria productividad de Cozarinsky: al mismo tiempo que la novela Dark (Tusquets), nos regaló Niño enterrado, una colección de escrituras perdidas que no podría ser más “cozarinskiana” (Entropía).
Dark comienza con un ataque de pánico y la “solapada censura a la que ha cedido su vida cotidiana”. Cumpliendo con una promesa que a nadie más que a él puede importarle tanto, la escritura de ese incipit es de una fastuosidad desconocida, de una soltura sintáctica envidiable y un atrevimiento juvenil que nos llena de algarabía: si Edgardo puede entregarse a una prosa tan deslumbrante, ¿por qué no nosotros, por qué no? (no me refiero a la inconmensurable diferencia de talentos que favorece a Cozarinsky, porque eso ya es sabido, sino al carácter aventurero de dejarse llevar por el ritmo enloquecido de un corazón en pánico).
Lo que viene después es una historia anclada en la nostalgia de algo que tal vez nunca existió: un fumadero de opio en la Isla Maciel. La persecución de esa pista lleva al protagonista de Dark (que, justo es decirlo, no es tan “dark” como el autor ha anunciado), un adolescente en la década del cincuenta, a relacionarse con un oscuro personaje que lo dobla en edad, lo triplica en experiencias bajomundanas y lo pasea por un Buenos Aires combustionado ya por una amor que aprende a balbucear su nombre en el contexto de una ideología todavía homófoba y misógina, un amor que tiñe toda la historia y arrastra a los personajes hacia un límite que no quieren o no pueden franquear y que sólo alcanza a expresarse en un grito único y liminar (“¡te quiero, pendejo!”) pronunciado después de la catástrofe que el narrador recuerda entre “añicos y residuos del pasado”, “en una de sus últimas noches de vida” (pero esta última declaración, tal vez, sea sólo el efecto del ataque de pánico de las primeras páginas). Dark hace de la inminencia su lógica temporal, y se la lee de acuerdo con ese régimen entre apocalíptico y mesiánico: lo que vendrá (y que nunca llega).
Niño enterrado es una colección de fragmentos narrados en tercera persona: la mayoría de ellos son estampas de memoria sin incurrir en el tono sombrío del memorialismo, otros son pequeños ensayos sobre películas o libros. Cada tanto, los fragmentos están interrumpidos por citas sembradas como pistas de un método singular e inalcanzable. “Yo soy un novelista que vive de escabar la basura” de Germán Marín o “la literatura nacional tiene la forma de un complot” de Ricardo Piglia no alcanzan a entregar una imagen clara del método cozarinskiano, que debe tal vez más a la figura de los niños perdidos (“Él odia al niño que fue” es la frase inaugural del libro) o a la de la máquina que inventa recuerdos que no tiene (Blade Runner).
A horcajadas entre el testimonio, el ensayo y la ficción, Niño enterrado nos devuelve el mejor Cozarinsky, el que está en todas partes y en ninguna.
¿Cómo lo hace? Tal vez su enseñanza en el registro mundano pueda trasladarse también al registro de los signos: ni rechazar un círculo ni habitarlo para siempre, sino con la intermitencia propia de las estrellas fugaces. Estar yéndose parece ser el truco de Cozarnisky: a otra ciudad, a otro soporte (el cine), a otra fiesta, a otra biblioteca y a otros recovecos de la memoria.
Es la mejor manera de estar siempre en un umbral y en ese umbral de transformación y de fuga, encuentra Cozarinsky su potencia y su capacidad para transformar su tiempo perdido (escribo estas palabras con toda su energía proustiana) en la mejor literatura. 



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