Por Daniel Link para Perfil
La otro noche la vi a Chiche en una de
las aburridísimas reuniones de mi amigo Santiago, donde siempre se
habla de política en términos que en poco y nada contribuyen a
pensar el futuro de la Patria, asunto particularmente importante en
un día como hoy, en el que deberíamos estar celebrando algo así
como la Independencia, pero en el que nos encontramos, en cambio, en
uno de los momentos más bajos de nuestra historia cívica (para
momentos oscuros, seguimos teniendo a la Dictadura Cívico-Militar
como pozo sin fin de abominaciones). Vuelvo a Chiche, a quien me
cuesta seguir muchas veces. En un momento la escuché quejarse de
aquellos que entorpecen al gobierno impidiéndole, cito textualmente,
“la gestión de los bienes y de la vida”.
Lo que yo puedo decir sobre el asunto
es muy sabido: para lo único que serviría un “buen gobierno” es
para promover (a través de la educación) que cada uno gestione su
propia vida, es decir, para que alcance la soberanía sobre si. Pero
es difícil explicarle a Chiche, que siempre se negó a leer a
Foucault y a Agamben pese a mis persistentes recomendaciones, que la
administración de lo viviente es uno de los aspectos más sombríos
de la biopolítica actual. Que el Estado decida sobre estas
cuestiones tan delicadas ya es bastante escandaloso, que mi querida
Chiche pretenda que no lo obstaculicen en esa misión fascistoide es
para protestar en alta voz, pero lo que más desasosiego causa es que
ninguno de sus interlocutores, esa noche, haya insinuado que
encomendar la totalidad de lo viviente a la vigilancia del Estado es
resignar toda hipótesis emancipatoria y aniquilar todo deseo y todo
proyecto de felicidad: resignarse al contentamiento.
Contentarse es el tono de este
Bicentenario que no nos encuentra más independientes de la
Metrópolis (Telefónica, Real Academia Española, el Imperio
Británico, etc.) sino acaso más sabios en lo que nuestra
dependencia implica y más pesimistas en cuanto a nuestro futuro.
Es como si nos hubiéramos quedado sin
deseos de emancipación (sin hipótesis de felicidad comunitaria) y
sólo nos correspondiera la esperanza vaga de una vaga ilusión: la
crisis global del capitalismo o una catástrofe natural como únicas
salidas posibles a este momento de desasosiego, como únicos
desencadenantes de las potencias de la imaginación que, lo sabemos,
nos habitan como el alma inmortal latinoamericana. ¿Qué nos pasó?
¿Por qué los latinoamericanos no pudimos dotarnos, en estos
doscientos años, de las herramientas necesarias para afianzar los
proyectos de los padres de nuestras patrias? Culpar exclusivamente al
Imperio sería casi tan necio como culpar a las palabras (el carácter
hétero-patriarcal de nuestros fundamentos). Atrás de esas verdades
(Imperio, capitalismo y patriarcado) están nuestros sueños dañados
y nuestro conformismo.
Brillante.
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