por Daniel Link para Perfil
La historia de los pueblos podría
contarse sólo a través de la historia de las lenguas. El azar (o
los votos matrimoniales, que me obligan a compartir una determinada
herencia gallega por la vía jurídica) me lleva a examinar de cerca
la lengua gallega, su historia, su relación con el reino de España
y ciertas mistificaciones como el camino de Santiago (invención del
siglo XII que debemos a los nobles de Asturias, que al desparramar
por el mundo la especie inverificable de que en tierras de Compostela
estarían enterrados los restos del apóstol Santiago (que es como
decir: un auténtico soldado de Cristo), inventaron el turismo y,
sobre todo, impidieron la secesión gallega.
Volveré o no sobre el punto, pero no
es en lo que hoy quería detenerme.
La lengua gallega es extraordinaria por
su carácter transicional entre el portugués y el castellano. Creo
que debe ser el único caso en que una lengua semejante, formada en
el contacto y el rozamiento entre lenguas diferentes, adquiere
estatuto escolar, literario e identitario. ¿Cómo será una
identidad que se forma en el desgarramiento de otras dos lenguas?
Los argentinos conocemos bien a los
gallegos porque ellos, junto con los italianos, explican nuestra
cultura (A Coruña es el antecedente de Mar del Plata, aunque ésta
quiera reconocerse más en Francia;el paisaje cordobés está formado
por gajos de morriña gallega y así sucesivamente).
Charlando con un joven treintañero,
nativo de Villagarcia de Arousa, en las rías baixas, éste se queja
de que los gallegos, a diferencia de los catalanes y los vascos, se
dejaron arrebatar la lengua. Sus padres, dice, renunciaron al gallego
y, al hacerlo, hicieron que para él fuera una lengua aprendida y no
materna. Su tía quiere corregirlo y dice que no es así, que ella
habla gallego cuando se le da la gana.
Como veo que la discusión sube de tono
y el joven, que es antimonárquico y que habla del "Dictador"
(refiriéndose a Franco) cada vez con más vehemencia, les regalo
esta prenda de amistad: les cuento que nosotros tenemos la costumbre
de llamar a quienes ellos consideran sus amos y sus usurpadores, los
españoles (en general, pero sobre todo los de Castilla), "gallegos".
De esa manera, sin saberlo, colocamos a los humilladores en el lugar
de los humillados.
La operación les resulta simpática,
pero después de un rato vuelven a herir de muerte la lengua del
Estado. "Perdimus", dice el joven gallego.
Éstas son las "entradas" que me gustan de Link.
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