por Daniel Link para Perfil
Quería pasar una vez más por Girona,
cuy centro histórico monumental, compuesto por la catedral (de un
gótico sombrío), la judería y los baños árabes nos deja entrever
la historia de un mundo que no pudo ser y que ya no será: la
cohabitación pacífica entre comunidades de diferentes credos, la
utopía encantadora de un mundo donde el otro no sólo está a mi
lado sino que permite definirme.
Me encontré con una ciudad encantada
que los últimos acontecimientos políticos de España (la negativa
de los partidos españoles hegemónicos a sentarse a conversar con
los autonomistas catalanes) había transformado en un reducto del
independentismo más desaforado (banderas catalanas en todos los
balcones, la proclama de "Un nuevo Estado para Europa en cadas
esquina).
Yo miro por lo general con simpatía
los movimientos antiestatalistas y mucho más los antimonárquicos
(en el caso catalán, sólo me irritaba, antes de mi estancia en
Girona, el monolingüismo al que tiende: una vez más comprobé que
muchos jóvenes entienden mal el castellano y lo hablan con
dificultad).
Ahora noté algo más grave: el
comercio tiende a rechazar los pagos con tarjeta de crédito, lo que
implica (los argentinos somos expertos en ello) una tendencia a
evadir impuestos (no pagar impuestos al reino de España como gesto
independentista). De ese modo, los argentinos somos expertos en ello,
se crea una generación de evasores que luego no habrá modo de
incorporar al sistema (se trate de un nuevo Estado o de un nuevo
pacto de las autonomías). El autonomismo se muerde, de ese modo, la
cola.
Al comentarles el asunto, mis amigos
(catalanes o no) asintieron. "La idea es que sea coo Andorra, o
Luxemburgo, y paraíso fiscal para Europa".
No sé cuánto habrá de cierto en esa
hipótesis, pero me pone triste, porque veo, en uno de los
territorios más hermosos del mundo, que una vez más la
imposibilidad de convivir con el otro se lleva todo por delante.
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