por Daniel Link para Perfil
Me encuentro en Barcelona con el
extraordinario poeta argentino Diego Bentivegna. Viene de Valencia,
donde acaba de presentar su último libro, publicado por Pre-Textos,
Geometría o angustia. Yo vengo de Lleida, donde terminé un
ensayo fotográfico sobre el malestar europeo en algunos colectivos
juveniles, inspirado en el libro del Comité Invisible A nuestros
amigos.
Paseamos por el magnífico Hospital de
Sant Pau, vasto conjunto
de inspiración modernista que, apenas a ochocientos metros de esa
pesadilla que es la Sagrada Familia, aplaca la angustia que esa
aberración mental sostenida ya por demasiadas generaciones provoca.
Una amiga catalana me ha dicho: "allí murió mi abuelo".
Construido entre 1902 y 1930 según los principios del gran
arquitecto Lluís Domènech i Montaner, el Hospital (una especie de
ciudadela encantada) es más bello allí donde la mirada de los
agonizantes y moribundos iba a tener que situarse: en los techos. La
agonía (física) y el éxtasis (estético) unidos en un abrazo de
complejísima realización arquitectónica, el Hospital como un
umbral entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos.
Completamos
la tarde visitando el cementerio de Poblenou, donde nos sorprende la
cantidad de flores de plástico y, en consecuencia, la ausencia del
olor característico que acompaña a los muertos: la materia orgánica
en descomposición.
Nos
detenemos, en cambio, en las inverosímiles inscripciones de las
lápidas y, sobre todo, en las fotografías elegidas por los deudos,
que casi nunca favorecen a los muertos. Un caso nos resulta
particularmente grave. Además de las flores y la escritura funearia,
la familia encargó una estatua a escala real del muerto, donde se lo
ve abrazando una botella de ginebra. ¿Quisieron los deudos indicar,
por esa vía, la causa de la muerte y, en consecuencia, su alivio?
Probablemente
el asunto constituya el tema de un espléndido poema futuro de Diego.
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