Ana Amado (1946-2016) se refería a mí
como “mi amigo gorila”. Yo me refería a ella como la presidente
de la rama femenina del “Peronismo Paquete”. Para nosotros no
existía la grieta porque el amor que nos teníamos superaba nuestras
diferencias políticas (que no eran tantas, después de todo, porque
odiábamos con la misma intensidad las doctrinas y las estéticas que
avalan las desigualdades y el statu quo).
Una vez estábamos almorzando en Santo
Antonio de Lisboa, una de las playas más hermosas del mundo, cuando
nos enteramos del accidente de carótica del Sr. Néstor Kirchner.
Entre otras cosas, dije: “Ahora a Cristina no hay quien la pare”.
Como ella simpatizaba más con el marido que con ella, le pareció
que mi comentario era, más allá de destituyente, una premonición
que no convenía pronunciar en alta voz. El tiempo me dio la razón y
la posibilidad de hacerle chistes a Ana sobre su sordera política de
entonces.
Yo había conocido a Ana cuando estaba
haciendo mis cursos para el Doctorado (que nunca pude terminar, tal
vez porque no la tuve a ella como tutora). No sé muy bien por qué,
pero me indicaron que debía hacer un curso de “Lectura de
películas”, y la suerte quiso que lo único parecido fuera, en ese
momento, la materia “Análisis de Películas y Crítica
Cinematográfica” de la que Claudio España era su titular y de la
que Ana era su adjunta.
No sé qué decía por entonces España
(creo que sus clases abundaban en anécdotas y otros desperdicios),
pero recuerdo la profunda impresión que me causó Ana: una mujer
hermosa, bien vestida, impecablemente peinada y que sabía todo sobre
cine y sobre los métodos analíticos más contemporáneos. Como yo
trabajaba por entonces en una cátedra parecida, Teoría y análisis
literario, estaba siempre pendiente de las patinadas que cualquier
colega pudiera cometer. Ana no cometió ninguna, ni entonces, ni en
los veinticinco años posteriores, durante los cuales fuimos cada vez
más amigos.
El estilo hablado de Ana, que puede
todavía apreciarse en algún video de Internet, era entrecortado
porque cuando uno le hacía una pregunta ella realmente escuchaba y
trataba de pensar la mejor respuesta (no para ella, sino para su
interlocutor). Además, había nacido en Santiago del Estero, lo que
le daba un peculiar matiz y una entonación deliciosa al castellano
que hablaba (y que a mis oídos la colocaban en un altísimo sitial
afectivo porque las lenguas y los cuerpos intervenidos por el terruño
que aquí llamamos “el interior” me son siempre mucho más
queribles).
Ana fue luego la titular de esa materia
española y llegó a ocupar el estrambótico cargo de directora de la
carrera de Artes. Fue además fundadora del actual Instituto
Interdisciplinario de Estudios de Género y participó de la creación
y desarrollo de la revista Mora hasta el presente.
El interés de Ana por el cine, del
cual fue siempre la más fina analista que yo haya conocido, no era
sólo académico porque para ella las imágenes tenían una potencia
ética a la que no sólo no debía renunciarse, sino que había que
perseguir hasta sus últimas consecuencias.
En México, donde vivió su exilio
durante la Dictadura (antes había vivido en Caracas, durante dos
años), realizó el documental Montoneros, crónica de una guerra
de liberación (1976, 117 min, blanco y negro) junto con Nicolás
Casullo (lo firmaron como Cristina Benítez y Hernán Castillo, por
si acaso). Es una de las pocas muestras de cine hecho en el exilio,
junto con Las vacas sagradas de Jorge Giannoni (1977), cuyo
original está en Cuba, Esta voz entre muchas de Humberto Ríos
(1978), Resistir (1978) de Jorge Cedrón (aka Julián Calinki)
y Las tres A son las tres armas, firmada por Cine de la Base
(1979).
Sé que Ana ya no está con nosotros y
por ahora soy incapaz de comprender un mundo sin ella, sin la
cadencia de su voz, sin su disparatada manera de pararse frente al
mundo, sin su agudeza y su sentido del humor. Nunca la escuché
quejarse y la he visto realizar esfuerzos sobrehumanos, ya enferma,
para asistir a una conferencia donde ella creía que iba a poder
aprender algo.
Por
fortuna nos quedan sus libros. Junto con Susana Checa hizo
Participación
sindical femenina en el Sindicato Gráfico
(1999), con Nora Domínguez,
Lazos
de Familia. Herencias, cuerpos, ficciones,
con Norma Valle
y
Bertha Hiriart
hizo
Espacio
para la igualdad. El ABC de un periodismo no sexista,
títulos en los que volcó algunas de sus preocupaciones militantes.
Pero
es en la lectura del cine donde mejor brilla, donde mejor lucen sus
interrogaciones éticas, donde más se siente su calidez, su agudeza,
sus inclaudicables (y para nada ingenuas) posiciones históricas:
Imagens
afetivas no cinema latino-americano
(2002) y La
imagen justa. Cine argentino y política (2009),
donde
el título robado a Godard le sirve para sostener una idea de
justicia al mismo tiempo que la precisión formal. Uno de sus
lectores (Patricio Fontana) señaló que “A menudo se tiene la
sospecha de que el cine argentino tiene mejores críticos de los que
se merece” y concluyó subrayando que “Este libro de Ana Amado le
aporta argumentos contundentes a esa intuición”.
Sí,
Ana ponía su talento muchas veces al servicio de un material que no
estaba a su altura y que ella, generosamente, mejoraba con su mirada
y su atención al detalle. Era una de esas personas que, como dijo
Didi-Huberman, a quien ella citaba, “buscan experimentar lo que no
ven, lo que ya no veremos, o
más bien experimentan lo que con toda evidencia no vemos (la
evidencia visible)”.
El
cine era para Ana la patria de los gestos (y, por eso mismo, hizo
pasar toda la política por el cine) pero también una memoria
espectral, un trabajo de duelo magnificado.
A
las memorias luctuosas del cine se suma hoy la muerte de quien fue su
mejor analista, y la más encantadora. En
estos días de luto, estoy seguro, Ana juega con hadas y tal vez
mañana despierte sobre el mar.