Por Daniel Link para Perfil
Para los Estados capitalistas (es
decir, para los Estados a secas), somos poco más que malas hierbas
que hay que tolerar porque nunca se sabrá en qué momento hará
falta un yuyo para mantener el terreno en condiciones.
En los aeropuertos y las estaciones de
tren nos consideran terroristas potenciales que deben ser sometidos a
escrutinios humillantes. Hace unas semanas, en una estación
catalana, tuve que tirar a la basura un juego de cuchillos de cocina
que había comprado para regalarle a mi yerno, porque los trenes de
alta velocidad ya no toleran en el equipaje (¡pero en los trenes no
hay bodega!) semejante tentación de masacre. Juro que no lo sabía.
En las autopistas nos consideran
borrachos asesinos y nos fotografían cada vez que pasamos por una
estación de peaje para... mandarnos multas por alguna infracción
que desconocíamos porque los límites de velocidad se fijan
caprichosamente.
En las farmacias, nos consideran
drogadictos irrecuperables y nos exigen prescripción médica para
cualquier cosa que no sea un analgésico para niños (prescripciones
que los doctores hacen según lo que los visitadores médicos o
Internet en el mejor de los casos les recomiendan).
Seguramente hay algún drogadicto
irrecuperable, un borracho asesino y un par de terroristas
cuchilleras en el mundo, pero la presunción de que todos podemos
serlo no es sólo ofensiva sino que nos pone en el lugar que nos
corresponde: la de sujetos aterrados y sin dominio alguno sobre su
propia vida, su propio cuerpo, su propia felicidad o su propia pena.
En estos días se suma a lista de
sospechas infamantes la de que todos podemos ser migrantes (y, por
extensión, terroristas, drogadictos, borrachos asesinos) que
usufructúan los que a la gente de bien tanto trabajo le cuesta.
Digamos las cosas como son: es el
fascismo lo que nos arrastra y, al mismo tiempo, nos paraliza. Habrá
que hacer algo, por ejemplo: ponerse a pensar en serio.
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