sábado, 31 de diciembre de 2016

La vita nova


Por Daniel Link para Perfil



Diciembre fue, para él, un mes crudelísimo. Dos proyectos en los que había invertido buena parte de las semanas de un año par y bisiesto (que considera funestos, no importa cuánto lo acusen de supersticioso) se vinieron abajo como un castillo de naipes, lo que sumado a las habituales características de ese mes insoportable (dos amigas muertas, la ciudad atormentada, la necesidad de cerrar siquiera ilusoriamente los asuntos pendientes) y algunas nuevas (las copiosas lluvias, las convulsiones sin cura que sufre la perra vieja, ya en sus catorce años) lo hicieron desear huir a cualquier parte.

Cumplida la navidad, se presentó en Ezeiza para abordar rumbo al extranjero: de lejos dicen que se ve más claro. Ya en otro país, comenzó a pensar que todo daño tiene su parte buena: tal vez haya llegado la hora de resolver el problema de la galería para que deje de inundarse cada vez que el cielo se desmorona arrastrando árboles y cables de teléfono consigo, tal vez le convenga liberarse tiempo para encarar un año impar en el que confía ciegamente con la energía para cumplir viejas promesas que fue postergando excusándose en la cantidad inverosímil de trabajo que le impedían hacer lo que verdaderamente le gusta. En adelante, se dice, antepondrá su propio bienestar al de sus colaboradores y las empresas para las que trabaja.

Se le ocurre que, incluso con los proyectos que todavía podría sacarse de encima, el tiempo no va a sobrarle, así que evalúa dejar esto o aquello. Todo dependerá, naturalmente, de su situación económica, que no puede ser peor que en 2016.

“Ya se verá”, se dice en el momento en que levanta la copa y se encamina, tomado de la mano con su pareja, los dos vestidos de blanco, rumbo a la espuma del mar que rompe sobre la playa.

Ya quiere volverse, para empezar la vida nueva que imagina en un año impar: la dicha de un cuaderno en blanco y el deseo de llenarlo de símbolos extraños.


lunes, 26 de diciembre de 2016

Legisladoras

por Martín Kohan para Perfil

Hay algo que me fascina en Lilita Carrió, pero no alcanzo a discernir qué es. Entiendo que no existe cosa alguna que me empariente con ella. Y sin embargo, cuando la escucho hablar, quedo prendado (no sé por qué) de lo que dice. Ella cree firmemente en Dios, yo nunca he podido. Practica una religión, yo nunca he querido. Punta del Este y Miami son sus ciudades predilectas, yo apenas si las he pisado, y siempre con la urgencia de abandonarlas cuanto antes. Su vocación fue la abogacía, cuya utopía es la univocidad; la mía, la literatura, en la que imperan la equívoca polisemia, la proliferación de sentidos. Dos fuerzas políticas a las que jamás me he aproximado son el Partido Conservador y la Unión Cívica Radical, y ella fue artífice de una victoriosa coalición entre ambas. En resumen, nada que ver. Y sin embargo, si la pesco en la televisión, como me pasó la otra noche, dejo todo y me quedo escuchándola poco menos que en estado de hipnosis. Entiendo lo que le sucede a Majul que, en su presencia, casi no puede articular palabra: tan sólo parpadear y arrancar con preguntas que no van a prosperar. Lo entiendo porque a mí me pasaría lo mismo.
Carrió se expide siempre con frases absolutas (ni los papas emplean tantas). Habla y todas las palabras que pronuncia parecen estar en mayúscula: Muerte, Dios, República, Verdad, Denuncia; pero también Una Amiga, Mi Secretario, Dos Ambientes, Marcha Atrás, Angioplastia. Deber ser cierto que se comunica con Dios, o por lo menos que lo oye, porque le imita la retórica y lo hace a la perfección. No me parece que sea apocalíptica, como le han reprochado a veces, sino más bien edénica; más que en las condenas de algún terrible juicio final, la veo expulsando réprobos de un jardín de pureza que ella misma cultiva y administra. Sus denuncias a mansalva y sus continuas amenazas de cárcel son apenas una pequeña parte de sus fenomenales pronunciamientos, como se advierte en esa versión deficiente que intenta Margarita Stolbizer (que también formula denuncias y promete cárceles, pero todo lo dice siempre en cursivas y en minúsculas: es lo opuesto de Lilita Carrió).
Carrió es rotunda, y me resulta difícil sustraerme a su elocuencia tajante. Es rotunda en las cosas que dice y es rotunda en las cosas que calla (porque de pronto se empaca, ladea la vista y el tono, y anuncia sombría: “No hablo más”). Abunda, por caso, en detalles íntimos de reparto de alcobas y lesbianismos desmentidos, para sentenciar a continuación que sobre su vida privada no va a responder nada. O repudia, y con toda razón, las fortunas escabrosas de opacos enriquecimientos, pero establece de inmediato que no se ocupará del bueno de Franco Macri. Fue colosal su explicación de por qué falta a su trabajo, es decir, no va al Congreso: dijo que está por cumplir 60 años, que ya no tiene salud (la Sacrificó por la República) para quedarse hasta las cuatro de la mañana escuchando estupideces.
No me gusta trasnochar y menos aun escuchar estupideces, así que la comprendo perfectamente. Pero, ¿no es éste un pronunciamiento extraño para una Republicana Cabal, toda vez que esos otros legisladores representan a los ciudadanos que soberanamente los eligieron? La impaciencia de Lilita Carrió me intriga tanto como su paciencia. ¿Por qué a veces es intransigente y letal con los abominables corruptos y otras veces se sienta a conversar y les da explicaciones y tiempo? ¿Por qué a veces expulsa sin más y a veces solamente amonesta? ¿Cómo es que su Rectitud Absoluta admite relatividades, hace advertencias pero da plazos, señala turbiedades pero tolera y aguarda?
Detesto la corrupción y detesto que me mientan. Pero la lucha contra la corrupción que emprende Carrió (que algo tiene de Cruzada) y las verdades que suelta (que algo tienen de Trance Místico) no calan, a mi entender, en un proyecto político que apunte de veras a la lucha contra los grupos de poder que imperan en Argentina y someten a las mayorías. Por eso, si se trata de mirar la tele, me entretengo con ella; pero celebro que en el Congreso Nacional ocupe una banca Myriam Bregman. 



sábado, 24 de diciembre de 2016

Un sueño de navidad


Por Daniel Link para Perfil

Rogue One llegó como regalo navideño para fanáticos de Starwars. Fueron a verla en familia a un cine acondicionado especialmente con dos filas de butacas que se movían (vibraban, se inclinaban) según los pormenores de la película. Ni eso evitó el pesado sueño que le sobrevino a los quince minutos de comenzado el derivado berreta y que lo atenazó hasta bien avanzada la película.
Era obvio: ningún subproducto de la saga puede estar a la altura de la nave nodriza o hacerle sombra (intuyó que el contrato diría que sólo pueden actuar en ella muertos dibujados y personajes que serán liquidados impiadosamente). La película es protocolar, fría como el hielo, el argumento es previsible y plagado de agujeros, y en el casting y diseño de personajes sólo se destaca Diego Luna (¡un héroe mexicano intergaláctico!). El asunto familiero que tanta rentabilidad le asegura a Hollywood estaba un poco tomado de los pelos (la Estrella de la Muerte se llamaba así porque un padre científico le decía a su hija, protagonista atónita de una película que nunca debió existir, cuando era niña: “Estrellita”, o algo así).
El cine estaba vacío y las funciones posteriores habían sido suspendidas, probablemente porque no habían vendido ni dos entradas, probablemente por la huelga de controladores aéreos que manejaban las butacas, qué podía importarle: bravo por los espectadores ausentes, mal por él, que va al cine una vez al año, a dormir zarandeado por un carrito traído de Disneylandia.
Hacia el final (se había despertado de pésimo humor) hay unas penosas escenas en las que un cable no llega hasta el enchufe y en las que el botón principal que hay que accionar queda a veinte metros del edificio donde están refugiados los héroes, sólo para que un chino ciego pueda caminar entre las balas amparado por el escudo protector de la Fuerza, de comportamiento siempre caprichoso.
Pero durmió y soñó. Soñó que en el mundo había científicos bien pagos y que los presupuestos estatales destinados a la investigación se respetaban y se incrementaban según las promesas de campaña. Sonó que los jóvenes que trabajan con él accedían a las carreras en el CONICET para las cuales tenían méritos más que suficientes y que liberaban posiciones laborales que él podía ofrecer a jovencísimos que necesitaban juntar antecedentes para cuando les llegara ese trance. Soñó que ningún docente universitario tenía que mirar con desesperación el saldo de su cuenta para saber si podría comprar regalos de navidad para sus hijos. Soñó que un presidente que entregaba premios a científicos en la Casa Rosada escuchaba el justo reclamo de los premiados en relación con el sistema de becas y el amparo de las vocaciones científicas se levantaba y firmaba un decreto que los salvaba de ser esclavizados por el Imperio: su regalo fue un sueño. 


miércoles, 21 de diciembre de 2016

¡Gracias, Paula!

Pero en verdad, ellas no son amigas, son nuestras amas....






sábado, 17 de diciembre de 2016

Josefina, la cantante


Por Daniel Link para Ñ

La primera vez que vi a Josefina Ludmer fue en un teatro donde Punto de Vista organizaba una serie de conferencias clandestinas. Corría el año 1981 (¿o 1980?) y ella presentó el género gauchesco como una literatura menor, usando las nociones que Deleuze y Guattari habían presentado en Kafka y que yo casualmente había leído la semana previa, en una traducción parcial publicada por una revista cuyo nombre no recuerdo. Las dos circunstancias, la conferencia y la publicación de un capítulo de Kafka, devuelven una imagen de un régimen autoritario ya resquebrajado.
Yo no fui alumno de Josefina en lo que ella llamó “la universidad de las catacumbas” y tampoco fui su alumno en la Facultad de Filosofía y Letras, cuando la restauración democrática permitió que cientos de jóvenes entusiastas se beneficiaran con su pedagogía. Como nunca fui su alumno, nunca la sufrí como maestra (su magisterio, muchos cuentan, no ignoraba la crueldad).
Cuando en 1988 se publicó la primera edición de El género gauchesco. Un tratado sobre la patria (que a mí me gusta mucho más que las posteriores), reseñé el libro para la revista Espacios. Del libro había desaparecido todo rastro de Kafka, así que me pareció necesario reponer ese contexto que era, al menos para mí, importante.
Escribí, junto con Kafka: “Nuestra cantora se llama Josefina. Quien no la ha oído no conoce la potencia del canto”. El canto, el teorema de Cantor, Kafka y la China se daban cita para definir una nueva relación entre la literatura y la política de los cuerpos.
Ya antes había leído Cien años de soledad. Una interpretación y Onetti. Los procesos de construcción del relato. El primero me había resultado fascinante (Josefina nunca compartió mi fascinación por ese libro que a ella ya no le gustaba); el segundo, no tanto, porque yo era muy inmaduro cuando me lo hicieron leer por primera vez.
Después vinieron El cuerpo del delito, un libro extraordinario y muy mal (y poco) leído, tal vez porque desarrolla una tarea de demolición en el corazón mismo de la conciencia literaria patriótica, la coalición liberal, cuyos sujetos “inventaron, entre todos, un tono y una manera de decir que quiso representar «lo mejor de lo mejor» de un país latinoamericano en el momento de su entrada en el mercado mundial, y que se hizo «clásico» en Argentina. Y tambien inventaron entre todos, con ese mismo tono, una lengua penetrada de arrogancia, de xenofobia, de sexismo y de racismo”.
De Aquí América latina. Una especulación no me gusta hablar demasiado porque Josefina me incluyó en el corpus de ese libro delirante y justificarlo sería como justificarme a mi mismo.
Todos los libros de Josefina marcaron un antes y un después en lo que nosotros podríamos leer. Por supuesto, ella no esperaba que siguiéramos sus indicaciones, sobre todo porque, luego de haber puesto a prueba los paradigmas de lectura de una época, los descartaba por otros.
Pensar que ya no no podremos encontrarnos con ella para comentar los pormenores de nuestra vida cada vez más triste nos arroja a una intemperie casi tan intolerable como la de saber que ya no habrá más libros de Josefina y que deberemos contentarnos con releer sus libros previos.
Redimida ahora de los afanes terrestres, Josefina se perdera jubilosa entre la innumerable multitud de los seres de nuestro pueblo, que amplificarán su canto y la repetirán (sabiendo o no que lo hacen) como lo que siempre fue: nuestra mejor lectora, y la que llevó el Texto (que fue su única obsesión) hasta los umbrales mismos de su transformación en otra cosa.


Por Daniel Link para Perfil

Todos los libros de Josefina Ludmer, quien acaba de dejarnos solos a merced de la brutalidad del mundo, me marcaron, desde Cien años de soledad. Una interpretación hasta Aquí América Latina. Una especulación. Pero ninguno tanto como El género gauchesco. Un tratado sobre la patria (1988).
Quienes esperaban encontrar en el libro más o menos lo mismo que en sus artículos previos sobre el tema encontraron que El género gauchesco es otra cosa: Un tratado sobre la patria (palabra anticuada como pocas: el experimento en el anacronismo). De los artículos anteriores sólo quedaron restos al comienzo y al final del libro. El género gauchesco habla de la literatura gauchesca. Un tratado sobre la patria habla sobre el futuro argentino (el pacto de los Olivos).
Hasta la página 97 el Tratado sobre la patria (los títulos son intercambiables: no hay función subtítulo o son dos libros encimados) parece un libro escrito con inteligencia previsible. Sin embargo, en la página 98 aparece reproducida una nota de Clarín: “fue verificada una teoría de Einstein”. A partir de ahí, el libro empieza a hablar de todo mezclado y a interpelar al lector para que descubra las distintas figuras que se pueden formar con las piezas del Tratado. Sigue un fragmento de Einstein, las conversaciones que Mitsou Ronat sostuvo con Chomsky, la bibliografía de Hidalgo, otra vez Chomsky y por fin la voz “en off” del tratado. Después otra vez Chomsky, las vidas de Luis Pérez y de José Hernández, un fragmento sobre Borges y Joyce, más Chomsky, Peirce, Eisenstein, Marcel Mauss, en un patchwork vertiginoso. Es ahí donde El género gauchesco se vuelve pop: pone la crítica en crisis, trata de “disolver simultáneamente el género (lo que se lee) y la crítica (la que lee)”, como el pop; arma un “efecto de perspectiva cambiante”, como el happening.
El capítulo segundo, de nuevo, empieza hablando con propiedad del género gauchesco pero pronto se instala en un terreno otro que habla de la ley y el Estado. Aquí se leen las reacciones ante el ascenso de las masas: las fiestas del monstruo, desde “La refalosa” hasta El fiord, pasando por Borges y Bioy, episodios que Un tratado sobre la patria aspira a no reconocer en su estabilidad, porque El género gauchesco apuesta al futuro de la patria, que es pura potencia. Por eso el Tratado descubre a las Madres de Plaza de Mayo en el Martín Fierro.
Era mucha deuda para que yo no intentara consignarla.




sábado, 10 de diciembre de 2016

El goce de la idea


Por Daniel Link para Perfil

A este gobierno le va mal. Si le fuera bien, de todos modos sería un gobierno cuyos actos habría que repudiar, pero lo curioso es que le va mal. No sabe de dónde sacar las monedas que necesita para sostener sus promesas electorales, la obra pública está parada, sus funcionarios meten la pata hasta la cintura (digamos Relaciones Exteriores, para no tener que demostrar nada en poco espacio) y se los sigue sosteniendo como si fueran luciérnagas en una mina abandonada, el Parlamento se muestra francamente hostil a aceptar los envíos del Ejecutivo y sanciona leyes contrarias a sus esperanzas, la prensa no cesa de interrogar el memorandum de Qatar, las joyas de la corona populista, YPF y Aerolíneas, se arrastran como pesos cada vez más muertos, la clase media abandonó las tiendas de cachivaches hogareños y de ropa pese a lo cual la inflación no se ha detenido.
No se sabe de dónde vendrá la iluminación profana que muestre al Ejecutivo que no alcanza con un deseo de prolijidad y de pureza (que, de todos modos, está lejos de alcanzarse) para colocarse del lado del Bien.
Haber apostado a la generosidad de los que más tienen es ignorar la lógica mezquina que rige la acumulación. Haber abierto la puerta al blanqueamiento familiar es reconocer de antemano el fracaso de las hipótesis de buen gobierno.
El blanqueamiento es un procedimiento cosmético que puede provocar desde la formación de cicatrices hasta rasgaduras. Mejor sería entregarse al puro goce, pero esta gente no tiene la menor idea.



sábado, 3 de diciembre de 2016

El sueño eterno


Por Daniel Link para Perfil

Las revoluciones las hacen las multitudes, no los hombres (o mujeres) individuales. Las multitudes sueñan su emancipación, su futuro y su dicha. Su resistencia al poder y su vocación de revuelta son el índice de un malestar que se potencia a medida que dura en el tiempo. Aunque la lógica temporal de la revolución todavía no es clara, sabemos que no se mide en vidas humanas y que se corresponde con un desgarramiento, porque allí donde hay deseo (o amor) hay desgarramiento.
Los hombres (o mujeres) individuales forman partidos, arman conspiraciones, crean planes estratégicos, pero sin el deseo y el desgarramiento no se llega a nada, porque las ideas justas son a veces ideas que se atienen al sentido común dominante y al consignismo establecido (“paz, pan y trabajo”), meros puntos de verificación.
El pensamiento revolucionario (que compromete los cuerpos, los tiempos y los relatos), en cambio, es tartamudo, se expresa sólo con interrogaciones (“¿Qué hacer?”), quiebra todas las demostraciones.
Murió Fidel Castro. Sea. Para muchos estaba muerto hace ya demasiado tiempo, desde el momento mismo en el que la Revolución Cubana se empantanó en su propio mar de los sargazos. Fidel Castro fue un líder: no el que inventó la Revolución, sino el que encauzó los sueños, las esperanzas y las energías de una multitud incivil. Lo que pasó después, es bien sabido (también la Revolución Francesa terminó en Napoleón).
Los medios del mundo (especialmente los argentinos) aprovecharon la circunstancia para cerrar definitivamente un libro enmohecido y arrojarlo al agua para que se lo devoren los tiburones. Con una algarabía que hiela la sangre, dijeron “Ya está”. Fracasó la revuelta de los catalanes (1640-1652), fracasó la revolución inglesa (1642-1689), fracasó la Revolución Francesa (1789), fracasó la Comuna de París (1871), fracasaron las Revoluciones Mexicana (1910), Bolchevique (1917) y Cubana (1959), se nos dice. Basta de estos asuntos. Dediquémonos al desarrollo. Pero en fin, para citar al filósofo: “¿quien ha creído en algún momento que una revolución termina bien? ¿Quién, quién?”.
Una revolución no es solamente el proceso por el cual se toma el poder (es decir el Estado) para constituir una nueva casta de burócratas, sino un desgarramiento que introduce al nuevo pueblo y desplaza el horizonte de lo imaginable hasta límites desconocidos hasta entonces.
No se puede (no se debe) someter el deseo, la esperanza y la espera de la revolución a la lógica del “suceso” o de la adecuación entre los objetivos y los logros. Todo el mundo sabe que las revoluciones fracasan. Pero que las revoluciones se frustren o que salgan mal nunca ha conseguido extirpar del todo el deseo de revuelta e insurrección.
Murió Fidel. Pero la idea (el deseo, el sueño, la esperanza) siguen intactos mientras la única salida para el ser humano consista en volverse revolucionario (no por capricho, sino porque la cuota de sufrimiento que el estado actual del mundo provoca es demasiada alta). Cuantas menos certezas tengamos sobre el tiempo que vendrá, tanta más energía habrá de liberarse cuando llegue el momento. Y cuanto más fracasen las revoluciones, cuanto más se obstine el poder en confundir el relato histórico con el deseo, tanto más nos aferraremos a nuestro sueño.
Antes se suponía o se sabía que la revolución la harían los campesinos y los obreros. Pero esos nombres han dejado ya de ser políticos (han dejado de ser el sujeto de la historia) y las clases, sin desaparecer, han cedido su protagonismo a nuevas singularidades: las mujeres, los desocupados, los indignados, los que se oponen al orden neoliberal (continuo desde la década del setenta, no hay que engañarse), los ecologistas, las comunidades indígenas, los disidentes sexuales, los migrantes, los hackers, los poetas y los artistas, las máquinas, yo qué sé (¿no fundan las películas Terminator y Matrix un pensamiento terrorista sobre la hipótesis maquínica?).
Murió Fidel y alguien dijo que murió el último de los dioses del siglo XX. No tanto ni tan poco: un sumo sacerdote de un culto que seguirá vivo, eterno y sin dueños.