Por Daniel Link para Perfil
Rogue One llegó como regalo
navideño para fanáticos de Starwars. Fueron a verla en
familia a un cine acondicionado especialmente con dos filas de
butacas que se movían (vibraban, se inclinaban) según los
pormenores de la película. Ni eso evitó el pesado sueño que le
sobrevino a los quince minutos de comenzado el derivado berreta y que
lo atenazó hasta bien avanzada la película.
Era obvio: ningún subproducto de la
saga puede estar a la altura de la nave nodriza o hacerle sombra
(intuyó que el contrato diría que sólo pueden actuar en ella
muertos dibujados y personajes que serán liquidados impiadosamente).
La película es protocolar, fría como el hielo, el argumento es
previsible y plagado de agujeros, y en el casting y diseño de
personajes sólo se destaca Diego Luna (¡un héroe mexicano
intergaláctico!). El asunto familiero que tanta rentabilidad le
asegura a Hollywood estaba un poco tomado de los pelos (la Estrella
de la Muerte se llamaba así porque un padre científico le decía a
su hija, protagonista atónita de una película que nunca debió
existir, cuando era niña: “Estrellita”, o algo así).
El cine estaba vacío y las funciones
posteriores habían sido suspendidas, probablemente porque no habían
vendido ni dos entradas, probablemente por la huelga de controladores
aéreos que manejaban las butacas, qué podía importarle: bravo por
los espectadores ausentes, mal por él, que va al cine una vez al
año, a dormir zarandeado por un carrito traído de Disneylandia.
Hacia el final (se había despertado de
pésimo humor) hay unas penosas escenas en las que un cable no llega
hasta el enchufe y en las que el botón principal que hay que
accionar queda a veinte metros del edificio donde están refugiados
los héroes, sólo para que un chino ciego pueda caminar entre las
balas amparado por el escudo protector de la Fuerza, de
comportamiento siempre caprichoso.
Pero durmió y soñó. Soñó que en el
mundo había científicos bien pagos y que los presupuestos estatales
destinados a la investigación se respetaban y se incrementaban según
las promesas de campaña. Sonó que los jóvenes que trabajan con él
accedían a las carreras en el CONICET para las cuales tenían
méritos más que suficientes y que liberaban posiciones laborales
que él podía ofrecer a jovencísimos que necesitaban juntar
antecedentes para cuando les llegara ese trance. Soñó que ningún
docente universitario tenía que mirar con desesperación el saldo de
su cuenta para saber si podría comprar regalos de navidad para sus
hijos. Soñó que un presidente que entregaba premios a científicos
en la Casa Rosada escuchaba el justo reclamo de los premiados en
relación con el sistema de becas y el amparo de las vocaciones
científicas se levantaba y firmaba un decreto que los salvaba de ser
esclavizados por el Imperio: su regalo fue un sueño.
La esperanza empieza con la rebelión.
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