por Daniel Link para Perfil
Se pregunta con qué entretendrá sus horas Martín Kohan y espera con ansias su próxima elegíaca
columna.
Lee, porque él también añora los
comentarios deportivos (le encantan, en ese orden, su fijación en lo
sensible, la exaltación de lo trivial, el carácter zombie
del asunto) noticias escabrosas relacionadas con la pasión de
multitudes y se detiene en ésta, que lo deja boquiabierto: “Barra
de Racing acusó a hincha de traidor y abusó sexualmente de él con
un arma” (Ámbito), “¡Espeluznante! Barra de Racing
golpeó y abusó sexualmente de un hincha...” (La Prensa),
“Barra de Racing fue abusado sexualmente por «traidor»”
(Perfil). No le queda para nada claro en qué se notaría lo
sexual del asunto, porque la víctima terminó atada, con los glúteos
expuestos, luego de que le introdujeran un arma de fuego por el ano.
La interpretación es casi unánime y
sólo un diario se abstuvo de una calificación tan contundente: “La
víctima es miembro de La Guardia Imperial, y fue sometido a
un verdadero ultraje” (Crónica) lo que, en algún sentido,
refuerza la decisión tomada por los demás tituleros, que al
interpretar un abuso o un episodio de tortura como “sexual”
pretendían reconocer al ano (que no tiene género, pero que en este
caso se corresponde con el cuerpo de un varón) como objeto sexual
(objeto de deseo sexual, vía de satisfacción sexual).
La naturalidad del deslizamiento le
resulta alarmante porque coloca la vía estrecha como la vía regia
del goce masculino (del que tituló, del que ultrajó, del que
socarronamente comentó el truculento episodio). ¿Qué pasó? ¿Se
volvieron todos locas? ¿O ya se sienten tan impunes que salen a
robar lo que nunca les perteneció, lo que nunca fue de ellos? ¿O el
recto como recipiente gozoso de la carne fue siempre de todos y
cualquiera y la cuestión homosexual está sólo en el reconocimiento
de esa verdad universal que ahora salta como leche hervida?
Niega para sí y corrige: asociado a la
“traición”, el ultraje expresa una polaridad ética que no
tiene, en principio, nada de sexual, y sí de abuso de poder (y que
forma parte de un dispositivo fascistoide). Lo que se plantea es la
incompatibilidad (moral) entre la pasividad sexual y la autoridad
(cívica). El tabú moral acerca del sexo anal pasivo se formula como
una especie de higiene del poder social. Ser penetrado es abdicar del
poder y, al contrario, quien renuncia a la lealtad que supone una
alianza de poder merece la peor de las sanciones.
Nada de sexual en el asunto: lo que se
erotiza en el episodio es la violencia intrínseca a la desigualdad,
no importa si la violencia implicada en el abuso, el ultraje, el
patoterismo vil y el ejercicio desmesurado del poder colectivo se
ejerce con el falo, un puño o una pistola cargada. En todo caso,
concluye, el falocentrismo conduce a lo peor, a la Guardia Imperial.
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