Por Daniel Link para Perfil
En su reciente visita a Buenos Aires
invitada por la Universidad Nacional de Tres de Febrero, Susan
Buck-Morss, una de las más importantes pensadoras del presente,
subrayó cada vez que pudo que el nacionalismo conceptual hace
invisibles los efectos neo-imperialistas de la economía global. La
situación histórica de los pueblos organizados en Estados
nacionales depende de la posición de esos Estados nacionales dentro
de un campo económico mundial común. Hay un dilema entre la
dependencia económica global y la dependencia política nacional,
que marca el tono y el ritmo del siglo XXI.
El Brexit, promovido
por la derecha británica, aparta al Reino Unido de las políticas de
integración global. Perjudicará, sobre todo, a migrantes y
trabajadores precarios. En Estados Unidos, el triunfo de Donald Trump
está marcado por una vuelta al nacionalismo más cerril (que el
propio Trump no puede sostener, porque es una marca global, pero del
que se aprovechó electoralmente). Ahora, en Francia, se enfrentarán
en ballotage
las fuerzas de la extrema derecha nacionalista y un proyecto de
centro izquierda que apuesta a la globalización.
El significado de
las palabras ha cambiado sensiblemente en los últimos veinte años.
Si el fin de siglo se apresuró a condenar la globalización
capitalista como fuente de todos los males, hoy parece que la única
condición para sostener determinadas ideas de ciudadanía mundial
(lo que incluye los derechos de migrantes y de asilados) es... la
globalización.
Tal vez haya que
cambiar las palabras y reservar la antigua “globalización” para
el movimiento de capitales y la internacionalización de las formas
de explotación y postular una idea de mundo como necesaria premisa
para la emancipación de los pueblos y la producción de condiciones
aceptables de vida.
La globalización
fue (y seguirá siendo) una gigantesca fábrica de infelicidad. La
mundialización es un derecho y una esperanza.
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