por Daniel Link para Soy
La última vez que la vi a Marianella
fue en Ezeiza. Ella llegó tarde a tomar el mismo avión que yo rumbo
a Lima, acompañada de su habitual séquito de musculocas. Después
no nos vimos más porque yo me dediqué a trabajar mientras ella y
sus escoltas (casi escribo escorts) se dejaban “homenajear”
en los mejores restaurantes limeños (es decir: del mundo),
concurrían con pases gratis a los mejores gimnasios, consumían las
mejores drogas andinas, aceptaban con fingidas protestas invitaciones
a los mejores hoteles de Cusco y Aguascalientes. Marianella no
impugna ni lucha contra la cultura, sino que se dedica a sacarle
provecho.
Lo que acabo de contar puede o no ser
cierto, pero en todo caso se aplica a un nombre, Marianella, que no
coincide con el de Mariano López Seoane, tenaz doctor en Letras cuyo
mayor defecto es la precipitación y el arrojo que dedica a realizar
las tareas que se le encomiendan, ni con Mariano, el protagonista y
narrador de Regalo de virgo (Mansalva,
2017), una novela urdida precisamente alrededor de la
imposibilidad del nombre (lo que se llama queer) y de un
conjunto de crisis que, en algún sentido, explican esa
imposibilidad.
Con Marianella o con Mariano López
Seoane se puede discutir. Con Mariano, en cambio, no, porque él es
apenas una figura de discurso cuyo rasgo más notable es una prosa
que inesperadamente deslumbra, el
tratamiento de unos temas que la literatura argentina no suele
considerar pertinentes y la acumulación de sentencias que, a lo
mejor, a lo mejor, les jóvenes lectores subrayarán como
indicaciones para la vida: “El
placer se confundía con la sensación de estar recibiendo un
exceso de bien” (pág. 39), “La debilidad ante la belleza es una
afirmación de la vida, sí; pero hay sobrados ejemplos de que
entorpece la lucha por la supervivencia” (pág. 39), “caminaba
por entre los soldados como una loca vista mil veces en un boliche de
pueblo” (pág. 82).
El
tono de Mariano es, efectivamente, sentencioso. No hay párrafo que
no contenga un veredicto que, de todos modos, se muestra irrisorio a
la luz de las sucesivas crisis que la novela despliega. Hay una
crisis, por llamarla de algún modo, local y que lleva el nombre de
“crisis energética” (aunque no se expliquen sus causas sino la
algarabía snob a la que se llega para resolverla). Hay una crisis
global que es el recalentamiento y la desertificación consecuente de
los territorios, cuyo efecto más notable es un experimento alemán
(casi una tautología) para salvar lo viviente en sí de la ecología
apocalíptica que se avecina. Y hay una crisis global-local (si se
prefiere: glocal) que la novela nombra como “crisis de las
humanidades” y que sirve para explicar el fracaso del experimento
científico que ocupa la parte más importante de la trama pero,
sobre todo, el lugar incómodo de la interlocución de Regalo
de virgo
(¿quién podrá escuchar lo que dice?).
En
cuanto al estilo, la novela pretende, como antes Flaubert (que
escribió ese propósito en 1852) “escribir un libro sobre nada; un
libro sin ligadura exterior; un libro casi sin tema o en el cual el
tema fuera poco menos que invisible, si esto puede ser. Las obras más
hermosas son las que tienen menos materia; (...) Creo que el porvenir
del arte está en esa orientación”.
Ni
Flaubert ni Mariano aciertan, por razones diferentes, a cumplir del
todo ese propósito. El primero porque no pudo dejar de escribir
contra una moral odiosa (la moral burguesa). El segundo porque todo
momento de repetición supone ya una diferencia en la que,
inevitablemente, aparecerá el sentido (es decir el tema que, como
queda dicho, en Regalo
de virgo
es una varia declinación de la noción de crisis, la más
existencial de las cuales es la “crisis de mediana edad” que el
narrador y protagonista sufre). La “causa” de Mariano es,
finalmente, llegar a comprender la futilidad de las cosas a las que,
hasta entonces, ha venido entregándose y que, progresivamente,
llevan el tono desde una pálida melancolía a un lamento trágico:
Mariano, en la novela, y el cuarteto de musculocas del que forma
parte, no
son “la excepción a esta uniformidad que hubiera fascinado a los
fascismos del siglo XX” (pág. 44).
Pero
el fascismo del siglo XXI no anida en la hipótesis de una raza mejor
o de una movilización total de las potencias humanas por parte del
Estado (por otra parte muy ausente en Regalo
de virgo),
sino en la emancipación de la tontería de todo marco que detenga su
avance totalitario: “Pasado el dulce trance nos entregamos a las
ternuras del caso. Intercambio de terrones de azúcar. Piropos y
tonterías. Bebé. Vos sos mi bebé. No, vos. Amor. Amor bebé.
Bebe cachetón. Sos mi bebé te amo. ¿Nos vamos a casar? ¿Quién
es mi papi violador? Vamos a estar juntos siempre, siempre. ¿Vamos a
viajar no? Hasta podríamos tener un hijo. No, vos sos mi hijo. Soy
tu papi, ¿o no?”
(pág. 53).
Los
saberes que Regalo
de virgo
maneja son igualmente flaubertianos, y en este punto, la novela
recuerda antes a Bouvard
y Pécuchet
que a La
educación sentimental.
La loca del relato, que ha sufrido ya la crisis existencial de la
mediana edad, viene formada. Pero los saberes que esgrime son tan
irrisorios como los de las signaturas astrológicas (que dan nombre a
la novela) o las signaturas botánicas, que explican el experimento
alemán. Como lo que una crisis produce es la desestabilización de
los nombres (y la novela nombra, como queda dicho, cuatro estratos de
crisis) de lo que se trata, sobre todas las cosas, es de la busca del
propio nombre (López Seoane/ Marianella/ Mariano forman también
parte de esa constelación, tanto como Kasia/ Bomba, los nombres
alternativos del personaje contraprotagónico de la novela).
No
habiendo sentido histórico que explique los pormenores de la trama,
ésta sólo puede apoyarse en una dimensión paranoica: “Era
posible que (...) el tan temido plan maestro no fuera más que la
intención de restablecer el orden cósmico” (83) y una
antropología desgarrada entre las potencias
de lo celestial (el Olimpo) y lo ultra-terrenal, lo autóctono.
Bomba, dice el narrador, “para mí siempre fue un héroe, un
semidios, un olímpico, o acaso un compuesto inestable, un
explosivo, algo que desciende sobre una vida para conmoverla para
siempre.” (pág. 88). El final de la novela, sin embargo, revelará
el triunfo de la tierra. La imposibilidad de abandonar el territorio,
que al principio parece efecto de malas decisiones administrativas
(“Del país no se podía salir y las vacaciones debían
planearse en el cuadrilátero hiper-familiar del suelo argentino”,
pág. 9), adquirirá el estatuto de principio ontológico.
Es
como si la cultura global de la loca, que en la novela es un efecto
de la desesperación (“Nosotros queremos seguir nuestras vidas de
meros humanos, dedicar nuestras horas al gimnasio, los tratamientos
de belleza, las charlas con amigos, la visita ocasional a la
discoteca, el shopping, la música pop... Todo lo que hace una vida
homosexual más o menos tolerable en estos días.”, pág. 102)
encontrara su correlato y al mismo tiempo su límite o su umbral de
transformación en los saberes botánicos de Friedrich
Schickendantz (Catálogo
razonado de las plantas medicinales),
Curt
Backeberg (Die
Cactaceae,
1958-1962; Kakteenlexicon,
1966) y
Friedrich Ritter (Kakteen
in Südamerika,
1979-1981).
¿Qué
tienen en común la loca que conoce las steroid
parties
(en las que las musculocas heterosexuales u homosexuales se inyectan
esteroides mientras se entregan a variaciones ominosas del placer
sexual) con los cactólogos alemanes más reconocidos?
Poco, si se quiere, salvo que en un
caso y en otro se trata de nombrar lo innombrable (lo abyecto, en un
caso; lo desatendido, en el otro: los nombres de Schickendantz,
Backeberg y Ritter denominan especies de cactos americanos).
En un caso y en otro, el destino
(novelesco, al menos) es el mismo: el cactus “Corona de fuego”,
cuyo nombre científico (rebutia senilis) convoca la
ancianidad y el destino final de cualquier algarabía: la tierra
reseca y el viento que sacude el polvo en el desierto.
Una
novela tan compleja como Regalo
de virgo
(y que por su mismo nombre responde a la lógica del don) debe ser
agradecida. A López-Seoane habrá que agradecerle su inteligencia; a
Marianella, su mundanidad muchas veces insufrible; a Mariano, tal
vez, la delicadeza con la que teje una eterna trenza dorada con los
nombres dolorosos del amor, los nombres frívolos de la mundanidad y
los nombres de las cualidades sensibles. Les jóvenes lectores (si es
que tal especie todavía existe) disfrutarán de esta novela alocada.
Y cuando crezcan, querrán leer a Proust, que es la continuidad
lógica y necesaria de Regalo
de virgo.