sábado, 27 de mayo de 2017

La buena educación


por Daniel Link para Perfil

Está en Chicago, donde va a representar a la Argentina en la elección de International Mr. Leather. Su hija está en Los Ángeles, participando de las presentaciones de la temporada televisiva 2017-2018 y comprando las series que más le gustan para el canal de cable para el que ella trabaja. A través de Internet, recuerdan viejos tiempos.
Ella recuerda que él, cuando ella era chica, le dijo que cuando se duchara siempre se lavara primero la cabeza antes del cuerpo, de tal modo que la mugre del pelo fuera lo que primero fluyera hacia abajo. Él no recuerda esa indicación, que le parece lógica, y ella dice que nunca dejó de cumplirla y que lo más probable es que se la transmita a su hija.
Relaciona el asunto con otra imagen conmovedora. Antes de viajar, llegó con cierta anticipación al auditorio donde tenía que hablar ante una numerosa camada de alumnos. Se entretuvo mirando a los chicos y chicas que esperaban para entrar al aula. Le llamó la atención uno que sigue sus clases como oyente, sentado en el suelo, muy correctamente vestido y peinado que, en un momento, porque alguien le pidió algo, sacó la billetera donde tenía muy ordenadas algunas tarjetas (la SUBE, entre ellas) y, lo que más lo sorprendió, billetes.
Él nunca usó billetera y supo de inmediato que no fue por elección sino porque su padre tampoco había usado billetera. Se imaginó a ese chico, mucho más joven que su hija, sentado ante su padre, que le enseñaba cómo ordenar los billetes.
Los dos ejemplos son inocuos (cómo ducharse, cómo usar una billetera) pero lo sumen en una profunda melancolía porque marcan el umbral de la infancia, un antes y después de la inscripción de las leyes, los códigos y los mandamientos en el cuerpo. La máquina familiar talla en el cuerpo inscripciones, signaturas, marcas, transforma la inocencia del niño y de la niña en algo parecido a un trabajo, una condena, un suplicio, un sujeto.
La infancia no es sólo el momento previo al lenguaje, sino también a la sujeción a la Ley. Ése es el único momento de felicidad del individuo, es aquello de lo cual la Ley siente celos y por eso quiere incorporar cuánto antes a los individuos a su soberanía.
Su hija, su hijo y ese otro chico tan prolijo, nacieron antes de nacer a la Ley y él, como pater familias, se siente ahora responsable de haberlos puestos ante el umbral mismo de los mandamientos: “Honra a tus superiores”, “Ordena tus billetes”.


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