Por Giorgio Agamben para Quodlibet, vía Artillería inmanente
1. «Tengo tal desconfianza en el futuro, que hago proyectos sólo para el pasado». Esta frase de Flaiano —un escritor cuyas bromas deben ser tomadas completamente en serio— contiene una verdad sobre la cual vale la pena reflexionar. El futuro, como la crisis, es hoy efectivamente uno de los principales y más eficaces dispositivos del poder. Ya sea agitado como un amenazante espantapájaros (empobrecimiento y catástrofes ecológicas) o como un radiante porvenir (como empalagoso progresismo), se trata en todos los casos de hacer pasar la idea de que tenemos que orientar nuestras acciones y nuestros pensamientos únicamente hacia él. De que tenemos, por tanto, que dejar de lado el pasado, que no se puede cambiar y es entonces inútil —o a lo sumo conservarlo en un museo— y, en cuanto al presente, interesarnos en él sólo en la medida en que sirve para preparar el futuro. Nada más falso: la única cosa que poseemos y podemos conocer con alguna certeza es el pasado, mientras que el presente es por definición difícil de aferrar y el futuro, que no existe, puede ser sacado de la manga por cualquier charlatán. Desconfíen, tanto en la vida privada como en la esfera pública, de quien les ofrezca un futuro: esta persona está buscando casi siempre atraparlos o engañarlos. «Jamás permitiré a la sombra del futuro —escribió Ivan Illich— que se coloque sobre los conceptos a través de los cuales busco pensar aquello que es y aquello que ha sido». Y Benjamin observó que en el recuerdo (que es algo diferente a la memoria en cuanto archivo inmóvil) en realidad actuamos sobre el pasado, lo volvemos de algún modo nuevamente posible. Flaiano tenía entonces razón al sugerirnos hacer proyectos sobre el pasado. Sólo una indagación arqueológica puede permitirnos acceder al presente, mientras que cuando uno observa girado únicamente hacia el futuro éste nos expropia, con nuestro pasado, también del presente.
2. Imaginen que entran en una farmacia y piden un medicamento que necesitan con urgencia. ¿Qué harían si el farmacéutico responde que ese medicamento fue producido hace tres meses y entonces no se encuentra disponible? Esto es exactamente lo que sucede hoy cuando se entra en una librería. El mercado editorial se ha vuelto hoy un Absurdistán en el cual la circulación exige que el libro sea conservado en las librerías la menor cantidad de tiempo posible (a menudo no más de un mes). Por consiguiente, el mismo editor programa libros que deben agotar sus ventas —si las hay— a corto plazo y renuncia a construir un catálogo que pueda durar en el tiempo. Por esto yo —que también creo ser un buen lector— me siento cada vez más incómodo cuantro entro en una librería (existen naturalmente excepciones) donde los mostradores están ocupados sólo por novedades y donde cada vez más corro el riesgo de no encontrar el medicamento (es decir, el libro) que necesito vitalmente. Si libreros y editores no se giran en contra de este sistema, en buena parte impuesto por los grandes distribuidores, no nos sorprendremos de que las librerías desaparezcan. Tal y como han llegado a ser, ni siquiera podremos extrañarlas.
3. Nicola Chiaromonte escribió una vez que la pregunta esencial cuando consideramos nuestra vida no es qué hemos tenido o no tenido, sino qué resta, qué queda* de ella. ¿Qué queda de una vida; pero también e incluso antes: qué queda de nuestro mundo, qué queda del hombre, de la poesía, del arte, de la religion, de la política, hoy que todo cuanto estábamos acostumbrados a asociar a estas realidades tan urgentes está desapariendo o en cualquier caso transformándose hasta volverse irreconocibles? Al entrevistador que le pregunta «¿qué queda para usted de la Alemania en la que nació y creció?», Hannah Arendt responde «queda la lengua». Pero ¿qué es una lengua como resto, una lengua que sobrevive al mundo del cual era una expresión? Y ¿qué nos queda, cuando nos queda solamente la lengua? ¿Una lengua que parece no tener ya nada que decir y que, sin embargo, obstinadamente queda y resiste y de la cual no podemos separanos? Me gustaría responder: es la poesía. ¿Qué es, de hecho, la poesía, si no aquello que queda de la lengua después de que han sido desactivadas una a una sus funciones comunicativas e informativas normales? Recuerdo que Ingeborg Bachmann me dijo una vez que no era capaz de ir a la carnicería y preguntar: «me da un kilo de filetes». No creo que quisiera decir que la lengua de la poesía es una lengua más pura, que se encuentra más allá de la lengua que usamos en la carnicería o para los otros usos cotidianos. Creo más bien que la lengua de la poesía es lo indestructible que queda y resiste a todas las manipulaciones y a todas las corrupciones, la lengua que queda también después del uso que hacemos de ella en los SMS y en los tweets, la lengua que puede ser infinitamente destruida y que sin embargo permanece, del mismo modo en que alguien escribió que el hombre es lo indestructible que puede ser infinitamente destruido. Esta lengua que queda, esta lengua de la poesía —que también es, yo creo, la lengua de la filosofía— tiene que ver con aquello que, en la lengua, no dice, sino que llama. Es decir, con el nombre. La poesía y el pensamiento atraviesan la lengua en dirección a los nombres, a ese elemento de la lengua que no discurre y no informa, que no dice algo de algo, sino que nombra y llama. Un breve texto que Italo Calvino solía dedicar a sus amigos como su «testamento espiritual» se cierra con una serie de frases recortadas y casi jadeantes: «tema de la memoria —memoria perdida— conservar y perder aquello que se ha perdido —aquello que no se ha tenido— aquello que se ha tenido con retraso —aquello que llevamos con nosotros— aquello que no nos pertenece…». Yo creo que la lengua de la poesía, la lengua que queda y llama, llama justamente aquello que se pierde. Ustedes saben que, tanto en la vida individual como en aquella colectiva, la masa de las cosas que se pierden, el exceso de los acontecimientos ínfimos, imperceptibles, que todos los días olvidamos es a tal punto exterminado que ningún archivo y ninguna memoria podrían contenerlos. Aquello que queda, aquella parte de la lengua y de la vida que salvamos de la ruina, tiene sentido sólo si tiene que ver íntimamente con lo perdido, si existe de algún modo para él, si lo llama por medio de nombres y responde en su nombre. La lengua de la poesía, la lengua que queda nos es querida y preciosa, porque llama lo que se pierde. Porque aquello que se pierde es de Dios.
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