Por Daniel Link para Perfil
De
los lanzamientos televisivos, dos me llaman la atención: Star
Trek: Discovery, que es
una continuación o spin off
de la serie que modeló mi relación con el universo. Más allá del
casting, el diseño de personajes y la nave, Discovery
impresiona desfavorablemente por su trama, que carece del encanto de
la original y de cualquier intención de intervenir en el presente.
El contexto es una guerra contra el imperio klingon
(tlhIngan
en el idioma que, como todo el mundo sabe, tiene su gramática, sus
páginas en Internet, y ochenta dialectos poliguturales que se
articulan según una sintaxis adaptable). De entonces hasta ahora ha
corrido mucha letra entre los especialistas y en Discovery
los klingons hablan durante gran parte de los capítulos en su lengua
original. Más allá de eso, todo es bastante aburrido y previsible.
La
otra serie se propone como una parodia de la saga Star
Trek:
se llama The
Orville
(el nombre de la nave) y fue creada por Seth MacFarlane, quien la
protagoniza. Paradójicamente, es más fiel al original: cada
capítulo plantea un “problema” contemporáneo. En uno, los
protagonistas son secuestrados por una raza superior para exhibirlos
en un zoológico. Para rescatarlos, los de la Orville ofrecen a
cambio un completo zoológico humano: una colección de más de tres
mil reality
shows.
En otro, una pareja antropo-reptílica de hombres que viajan en la
Orville (en esa especie todos los individuos son hombres) procrean
una hembra y, de inmediato, solicitan la reasignación de sexo. No
revelo la resolución: es impecable. En el último, se propone una
sátira de una sociedad cuyo aparato de justicia se compone
enteramente de “Likes” y “Dislikes” que la ciudadanía
intercambia con los demás. Con grandes estrellas invitadas (Liam
Neeson, Charlize Theron) y tramas bien planteadas, The
Orville consigue
lo que los dueños de la franquicia Star Trek no: una rara felicidad y un
asombro ante el mundo.
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