Es el último sábado de un verano
particularmente dichoso. El año empezó con algunos tropiezos, pero
todos ellos quedaron opacados por un estío de gloria. Es verdad que
el campo sufrió la seca, y con él nuestras economías cotidianas,
pero somos, en el fondo, animales de sangre cálida que disfrutan del
sol y de la vida reposada.
Es hora de cerrar la casa de campo y
volver a la ciudad, con las primeras lluvias, las gatas, la
melancolía urbana y las mil obligaciones.
En Buenos Aires ya todo bulle, el
calendario de marchas y protestas está a pleno, pero será difícil
alcanzar las altas cotas establecidas por las mujeres a comienzos de
marzo. Tengo reuniones para planificar el próximo bienio laboral (oh
sí, todo es tan lento).
Salgo de una reunión cargado de
papeles justo cuando la primera lluvia del otoño amaina. Espero un
taxi en la esquina de Córdoba y Florida en hora casi pico.
Finalmente, aparece uno vacío. Cuando intento subir (con mis cajas y
mis presentaciones), el taxista me ladra “A dónde vas”. Cuando
le digo mi dirección me contesta: “Para ese lado no voy”.
Alcanzo a decirle: “Entonces no trabajes” y, frenado por el
tráfico, me contesta (con ese tonito propio del narcisismo plebeyo
de los subalternos que significa “te estoy cagando”): “Yo hago
lo que yo quiero, no lo que querés vos”. Nos enredamos en una
discusión imposible (pero qué más da): “Eso no es trabajar. Y
además vos estás brindando un servicio público”.
Pienso de nuevo: qué lacra son los
taxistas porteños. Por Dios, que autoricen UBER. Estamos hartos de
soportar los caprichos psicóticos de personas que salen a la calle
para ofender y humillar a la especie humana. Dos días antes, otro
taxista se había “olvidado” de encender el reloj. Con cada
movimiento del dólar, parece, la memoria falla.
Camino cuatro cuadras cargado de
papeles y una caja que (luego lo sabré) parece contener una pizza y
no es así: son pruebas de imprenta para corregir.
Finalmente consigo un automóvil de
alquiler (que no es un UBER clandestino, sino un taxi desvencijado,
manejado por un señor en cuyas facultades mentales ya no habría que
confiar). “No vas para Puerto Madero, ¿no? Para allá no voy”.
No, por fortuna. Y además le digo: ya
sé que los taxistas van a donde ellos quieren y no a donde necesita
ir el pasajero. El señor me deja en una esquina q
ue no era la que yo le había indicado.
Qué lacra y qué tristeza: se acabó el verano.
Tantas veces me pasó lo mismo. Y no quieren llevar niños, los detestan.
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