En su lúcida columna del sábado pasado, Rafael Spregelburd comparaba la versión ficcional que circula en Internet del interrogatorio al que fue sometido Ignazio Lula Da Silva con la estructura de los parlamentos en el teatro de Pinter, o Beckett, o...
Por lo que sabemos, el juez Sérgio Moro cometió la torpeza de señalarle al acusado que “minha convicção foi que o senhor é culpado”.
Al hacerlo, retrotrajo la relación entre verdad y formas jurídicas a los tiempos previos a la Democracia griega. Sabido es (lo demostró Foucault) que en la vieja y arcaica práctica de la prueba de la verdad, ésta no se establecía judicialmente por medio de una comprobación, un testigo o una indagación, sino por un juego de desafíos. Uno lanza un desafío, el otro debe aceptar el riesgo o renunciar a él. El descubrimiento final de la verdad quedaba, de ese modo, en manos de los dioses y sería Zeus, castigando el falso juramento, si fuese el caso, quien manifestaría con su rayo la verdad.
Después las cosas cambiaron y la verdad comenzó a construirse no sobre la base de juramentos, maldiciones y convicciones sino de testimonios y pruebas sensibles.
Tal vez no convenga ir tan lejos y nos baste remitirnos a Franz Kafka, a quien se le fue la vida en describir el funcionamiento monstruoso de la Ley. En su relato “En la colonia penitenciaria”, le hace decir al Oficial que ejecuta las sentencias: “Mi principio fundamental es éste: la culpa es siempre indudable”.
En convicciones así de férreas se apoyó el fascismo.
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