Y apareció un obrero (uno) y se pudrió todo. Y el soberano tartamudeó más que nunca “el año pasado, el
año pasado”, y no pudo contestar el simple reclamo: “Hagan
algo”. Hubiera dicho: estamos haciendo, estoy haciendo, estoy
vendiendo mi fortuna para crear un fondo de asistencia y capacitación
al obrero, porque me importa más el futuro de la patria que el
futuro de mis empresas. Hubiera dicho: sé que soy culpable de todo,
sé que los inútiles de los que me rodeo se dicen ministros pero no
son más que bufones tarambanas que mandan los partes diarios del
Reino a la sede del Imperio y se quedan esperando la aprobación por
sus piruetas de salón de fiesta.
O lo hubiera abrazado fuerte y, fundido
en un abrazo el obrero con el soberano, la historia habría entrado
en un ralentí hasta detenerse totalmente, para empezar de nuevo,
ahora sí, con esperanza. Estamos juntos, vamos a hacer algo.
El obrero no exigió “¡Váyanse!”,
pidió “Hagan algo”. Y el abrazo que le dio el soberano fue casi
un empujón, un “tomátelas”, incluso un pésame: lo siento, lo
siento tanto, te acompaño en el sentimiento, andá a enterrar tus
esperanzas. Y siguió adelante con la payasada de que está
gobernando y de que tiene una idea, alguna, de lo que podría hacerse
por el abandonado a su suerte.
El obrero podría haber preguntado:
¿Arrastraron los reyes los bloques de piedra? ¿A dónde fueron los
albañiles la noche en que fue terminada la Muralla China? Para qué,
si el soberano no tiene respuestas para el simple y patético “Hagan
algo”.
El obrero se dio cuenta del significado
de ese abrazo de pésame y consolación hipócrita y se retiró
murmurando “la concha de mi hermana”. En la legendaria Atlántida,
la noche en que el mar se la tragaba, los que se hundían, gritaban
llamando a sus esclavos.
Ya llamarán de nuevo, los monarcas
hundidos, a sus súbditos. Se están hundiendo por el peso de plomo
de las respuestas que se guardan.
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