miércoles, 26 de junio de 2019

Dicen que...

El último lector

por Carlos Acevedo para Palabra Pública

Sería conveniente empezar por las credenciales de Daniel Link, pero él mismo en este libro explica (en tercera persona) que se quedó con “catedrático y escritor”. Dice poco pero es suficiente, sucinto y limpio, como suele ser su prosa. Hay algo en la prosa de Link que podría tener que ver con esa definición: con enseñar, con redactar papers y, supongo, con presentar a tiempo formularios. En una época en la que el periodismo diario ha perdido su capacidad para hacer inteligible la realidad, Link hace un uso exquisito de las herramientas de la expresión escrita incluso para consignarle al lector datos que precisan de una explicación algo abstrusa, pero que con él nunca lo es. La generosidad y hospitalidad de la escritura de Link no es común o no, al menos, entre sus colegas académicos que han perdido la voluntad de comunicar o padecen de hacerlo única y exclusivamente para un círculo de iniciados o cercanos: entendidos. Exagero, pero si no existiese el peligro de que la expresión se leyera peyorativamente, llamaría la atención sobre su trabajo con el anacrónico “amena erudición”, pero estoy lejos de querer celebrar la existencia de este libro diciendo que es legible, apenas pretendo advertir que los prejuicios que podrían asustar a cualquier lector más o menos avezado frente a publicaciones de catedráticos son infundados. 
También sería conveniente empezar por el principio, pero tratándose de un libro recuperado —su primera edición es de 2002— elijo empezar por el final. El texto que cierra este libro, y que es la única novedad de esta edición, trata sobre Rodolfo Enrique Fogwill, y la addenda no parece caprichosa. La figura de Fogwill, por ejemplo, abre también la novela El amo bueno, de Damián Tabarovsky; además, sus novelas se reeditan, su poesía se reunió, se publicó un libro coral con testimonios sobre su persona y se ha informado debidamente que hay una biografía en preparación. No creo que sea una coincidencia. Estas apariciones de Fogwill, en el mercado y en los libros, hacen explícita una manera en que la literatura circula cuando signa con un nombre propio una política, un modo de hacer. En este libro, la aparición de Fogwill no es una figuración ni un souvenir, sino más bien un marco, un área de acción y movimiento, y también un modo de fijar un momento; o de fijar su importancia, la de Fogwill, en un momento (vital, también: las escasas tres páginas esconden más de dos décadas de una vida en común). El texto consigna afectos y melancolía y eso tiñe al testimonio de veracidad cuando señala que su protagonista es “el primer amigo que falta”. Que un texto sobre Fogwill, una de las figuras públicas más potentes (y temidas) por la amplitud y el valor (equívoco pero entusiasta) de sus movimientos e intervenciones en un campo literario como el argentino —que, por cierto, periódicamente nos regala estimulantes anomalías agrupadas bajo el rótulo de literatura—, donde las polémicas transitan por la academia, la prensa y el mercado, en parte por sus pluriempleados miembros, en parte porque se reconoce en el diálogo más o menos militante y casi siempre beligerante en torno a su propio funcionamiento. Cerrar un libro de las características difusas y extrañas de éste que ha recuperado Alquimia Ediciones con un texto sobre Fogwill también dice, o subraya, que el centro de la literatura argentina tiende, una vez más, a hacerse difuso, quizás en consonancia con la compleja situación económica y política actual en el país transandino; se trata de una crisis cuyas encarnaciones anteriores aparecen, sí, articuladas y pensadas en este libro. Los textos reunidos en este volumen gozan de una dimensión productiva que hace valiosa esta recuperación editorial no tanto por el testimonio que, en definitiva, otorgan, sino porque permite seguir pensando. Link, no sé cómo lo hace, es siempre contemporáneo (en el sentido que le otorga Giorgio Agamben al término).
María Moreno empezaba así un texto periodístico que ya ha cumplido once años: “Decir yo siempre estuvo de moda, un yo para cada sujeto, infinitos yoes para cada yo…”. Con eso imponía una cierta distancia respecto de lo que Alberto Giordano ha querido llamar “giro autobiográfico” y minaba el tópico de lo nuevo que le resulta tan caro al periodismo. Y aunque es evidente que ese siempre está cargado de desconfianza hacia las propuestas del mercado y las demandas académicas, la cláusula insiste en que lo que entendemos como literatura se ha de pensar desde la lectura y el tiempo —sobre este aspecto concreto recomiendo viva y alegremente la lectura de Panfleto, libro que recoge dos décadas de apuntes e intervenciones sobre género de la autora argentina— o desde el tiempo de la lectura. Esa desconfianza nos permitiría ver o entender hasta qué punto o en qué medida la primera persona, el uso de la primera persona, consigna algo más que narcisismo, algo más que coquetería o, ahora sí a secas, algo más. A Héctor Libertella le llamaba la atención que en castellano la primera persona “se armase con un elemento que conjunde y une, seguido de otro que disyunde o separa”, una precisión sausseriana que intenta señalar algo de lo que se pone en marcha al decir yo: ¿acaso la mera enunciación del pronombre admite la posibilidad de unir y separar a un tiempo? Pero ¿unir y separar qué? ¿La experiencia del discurso? ¿Lo real? ¿Lo imaginario? ¿Todo eso junto y a la vez? Y si es así y es todo eso junto, ¿cómo operaría esa distinción sausseriana a la hora de hacer públicos textos que es posible catalogar entre los géneros íntimos? ¿Qué es lo que separaría el “todo eso junto”? Que a estos escritos les ocupe consignar datos acerca de cómo y dónde se escriben y que incluso se detengan en cuáles son los motores de su existencia, de su escritura, subraya su interés como práctica literaria anclada a un tiempo, sí, pero en el caso de Link aparece también una cuestión decisiva: lo está diciendo todo (incluso que hay algo oculto en ese decir). Este libro es una pieza importante —quería decir decisiva, pero no me gustan las profecías— porque evoca y articula también un modo de leer. 

 

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