por Daniel Link para Perfil
Conversábamos con un visitante anual
de nuestra ciudad sobre las nuevas tribus urbanas. Él disfraza sus
intereses eróticos de “trabajo de campo”, de antropología
silvestre.
Le interesaba particularmente encontrar
una denominación para esa variedad de hombres enloquecidos por la
rutina gimnástica y la ingesta de complementos deportivos de todo
tipo que han optado por dejarse la barba y sonreír sin ton ni son
desde alguna playa en sus páginas de Instagram.
Para nosotros esos son “osos”, le
decimos y él protesta, porque por lo general se asocia esa categoría
con hombres cuyo índice de masa corporal supera holgadamente los 30
puntos. Tratamos de que entendiera que eso es un error conceptual,
porque el IMC no distingue entre grasa corporal y muscular y porque,
además, la categoría “oso” es tanto morfológica como
actitudinal.
Aclaró que se refería a personas de
clase media alta, por lo general blancas y que frecuentan
primariamente reuniones específicas y privativas para esas especies.
Como quien dijera: un grupo cerrado de personas más o menos
idénticas.
Nadie quiso dar un nombre propio pero
era evidente que todos teníamos en la cabeza a la misma persona, una
musculoca excesiva y con fantasías rayanas en el delirio sobre su
propia presencia.
Repasamos las tribus: él no quería
identificar a ese grupo sin nombre con los osos. No podíamos
pensarlos como nutrias (flacos velludos, no necesariamente con barba)
por una cuestión morfológica. Tampoco como chacales, porque éstos
son de piel morena y costumbres y hablar más bien barriobajeros. Por
otro lado, suelen ser más bien lampiños (la cosa india) y cultivan
los tatuajes y el entrenamiento callejero.
De las otras clases, ni hablar (lo
“leather”, que cualquiera puede cultivar como un adorno, exige
sin embargo un compromiso con el goce que no creíamos que ninguna de
estas personas fueran capaces de sostener en el tiempo).
La clave vino, una vez más, del lado
de la economía. Porque aunque no pudiéramos encontrar el nombre,
sabíamos que tampoco podía identificarse a esta clase con el sugar
daddy, el hombre mayor que colma de regalos a su pareja más
joven.
Por el contrario, la musculoca objeto
de nuestra indagación se pone siempre en el lugar del regalado,
nunca del regalador.
Impaciente, mi marido dio con el nombre
exacto de la nueva especie: “gata peluda, así se llaman”,
dijo. “Siempre encuentran a alguien que les amortice su 30 %”.
Gracias por la información.
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