Pensé que me había salvado de la
maldición. El 29 de febrero habíamos comido ñoquis bisiestos y,
como efecto rebote de ese rito, me confirmaron la traducción al
francés de uno de mis libros, un proyecto de investigación de larga
duración obtuvo un generoso financiamiento y apareció el primer
volumen de las Obras completas de Rubén Darío en edición
crítica, proyecto en el que veníamos trabajando hace seis años.
Por otro lado, la agenda de viajes internacionales, una vez que
aprendimos a domar el impuesto PAIS, se fue armando sin
contratiempos. Sólo la austeridad forzosa podía enturbiar mis días,
pero como ésta era (es) común y compartida, no me preocupaba
demasiado.
Pero los hados, cuanto más funestos,
tanto más traidores. Bien pronto a la amenaza local del dengue se le
sumó la amenaza global del coronavirus. Uno a uno, los viajes
internacionales empezaron a cancelarse, ya fuera porque quieren me
habían invitado se veían obligados a postergar las reuniones
planificadas, o porque si yo viajara debería recluirme durante dos
semanas a mi regreso sin chances para retomar mi trabajo.
No me importó demasiado, porque tarde
o temprano viajaría y tampoco me desesperaba por exponerme a un
patógeno que nadie sabía si mi cuerpo resistiría.
Organicé el tradicional asado de fin
de verano para homenajear a todas las personas que trabajan conmigo,
y esa mañana me levanté temprano para armar la cancha de
Badmington, me patiné en el pasto húmedo y me quebré el quinto
metacarpiano de la mano izquierda.
Cuatro semanas de yeso y la
imposibilidad de escribir (por lo menos a máquina). Como se conoce a
esa herida como "fractura del boxeador”, empecé a contestar
cuando me preguntan qué me pasó: “Me pelee al salir de la
discoteca, que está tan de moda”.
Lo cierto es que recibí un golpe
bisiesto, cuando menos lo esperaba, y ahora me dedico a dictarle a mi
computadora hasta que alguna peste me noquee.
Salió muy bien el dictado.
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