Le mandé a una reputada directora de
cine un video que hizo mi marido: en nuestra cama, al lado de nuestra
gata, un pato picotea la colcha. “¿De dónde lo sacaron?”, me
preguntó. Le contesté: “efecto veneciano, las especies vuelven a
copar espacios”. Dos días después, un gran escritor mexicano
recibió otra entrega: el pato Alberto camina por el pasillo de
nuestro departamento: “¿no les caga todo?”, preguntó.
Me sorprende la credulidad de mis
contactos. El video está hecho con una aplicación de google que
inserta una imagen animada en 3D de cualquier animal donde uno
quiera.
El pato existe en su virtualidad. El
domingo pasado, Alberto hizo lo mismo: con gestos de paternalismo
bonachón, quiso convencernos de que está todo bien, pero que va a
perseguirnos.
Hasta entonces la existencia de una
epidemia virtual (sobre la que no nos dan datos creíbles) había
unido a la sociedad en una causa. Pero Alberto cometió un error o
dos (en el caso del pato del video es la propia sombra, que nunca
coincide con las fuentes de luz) para que la sociedad se rasgara en
dos o en cuatro.
A todo eso se sumó su posterior elogio
del “inmenso” Moyano, el pago de 250 millones de dólares de
intereses (hueso que despertó a la izquierda radical de su sopor),
las colas en los bancos y en los vacunatorios, el hambre en los
barrios, la repetida estupidez de los epidemiólogos que sólo atinan
a decirnos que nos lavemos las manos.
Dejamos de creer en el pato, esa
ilusión. El Bien y la verdad deberían ser casi lo mismo.
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