El
jueves 28 de agosto de 2014 festejé mi cumpleaños número 60 en el
Bar Belmonte de Copacabana. Cuando comuniqué la invitación a mis
amigos y parientes, muchos de ellos manifestaron su sorpresa por lo
extemporáneo del convite y lo excéntrico de la locación.
Sucedía
que yo iba a estar Río de Janeiro, acompañado por seis personas
más, en el marco de un evento académico binacional. Mi hija se
pidió una semana de vacaciones y compró un ticket con unas millas
que teníamos guardadas. Mi hijo no pudo faltar al trabajo, pero nos
acompañó a través de whatsapp.
Sumados
los amigos y amigas cariocas, la fiesta alcanzó su exacto punto de
coagulación. Nos entregábamos a una opulencia imaginaria y a una
frivolidad liminar: cumplir años es tomar conciencia de lo que ya no
más.
Este
año, las fichas cayeron dramáticamente. Ya no más Brasil, no más
pasajes comprados con millas, no más subsidios de universidades
extranjeras.
Este
año, brindé en soledad mirando las pocas estrellas que titilaban a
través de las nubes del cielo y después me acosté a mirar de
corrido los seis episodios de la miniserie The
Capture,
una ficción paranoica sobre agencias de espionaje, vigilancia total
a través de cámaras de seguridad y falsificación de la verdad.
Antes
de dormir supe que no quería eso para nuestro futuro, pero tampoco
aquello. Ni un mundo totalmente bajo control, ni un mundo entregado
al hedonismo consumista.
Haber
anticipado aquel cumpleaños me sirvió como un umbral para poder
dejar atrás, paulatinamente, mi propia huella de carbono en el mundo
(aunque siempre me jacté de no haber tomado nunca un avión sino por
razones de trabajo, lo cierto es que muchas veces acepté encomiendas
laborales sólo por la posibilidad de acumular millas de viajero
frecuente).
El
“ya no más” viene acompañado de una certeza: antes que
prohibirnos tal o cual cosa es mejor dejarnos aprender qué hay que
resignar para el bien común.
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