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días después, completamos nuestro curso de “Literatura del Siglo
XX” de este año de manera remota. Nuestro gran éxito fue haber
podido sobrevivir a la hostilidad del mundo, a la excepcionalidad de
la situación, incluso a la melancolía de lo déjà
fait.
El
curso respondió a un entusiasmo pedagógico, o dos, o tres. El
primero se relaciona con un campo de tensiones que una institución
(la Facultad de Filosofía y Letras) nos encomendó que
interrogáramos: la Literatura del Siglo XX. Desde
hace años, como cátedra constituida, venimos inscribiendo con
cierto entusiasmo nuestra pedagogía y las investigaciones que con
ella asociamos en el campo de la Literatura Mundial.
Lo
segundo que, como docentes y críticos, suele arrebatarnos es la
relación de algo que ya
ha pasado (el
siglo XX y sus literaturas) con el presente. Entendemos nuestra
propia práctica como una arqueografía
de lo que somos y de lo que leemos. No proponemos textos de un canon
pretérito sino que sometemos esos textos a principios de
articulación que, creemos, sirven para interrogar el hilo de sombra
que va trazando el sol en su movimiento hacia nuestra propia noche
(que es también la promesa de una nueva mañana).
Es por eso que últimamente nos
obsesiona lo que vive todavía y la comunidad de la que participa.
Si la cátedra es el lugar de todos los intercambios lo es porque, a
su manera, se deja arrastrar por un principio de comunidad y las
tecnologías que permiten que esa comunidad se sostenga.
Hemos
definido nuestro campo de operaciones en relación con el presente y
hemos puesto a los estudios literarios que proponemos a la sombra de
una
ética.
Pero además, hemos investigado la
fuerza de una pedagogía virtual (a través de internet), que sin
desdeñar los afanes de la textualidad, funcionara a la distancia,
en la distancia, por la distancia.
El
curso que acabamos de terminar es, pues, un manual de enseñanza no
presencial que también puede entenderse como un manojo de cartas de
amor. Amor
a la letra, a la enseñanza y al trabajo en común.
La
literatura es también un viaje: el
momento en que la literatura se confunde con una experiencia, no
necesariamente de orden estético. De modo que si bien muchos de los
objetos que analizamos responden a demandas específicas
(académicas o, para ser más precisos, de mercado institucional),
hemos tratado, cada vez, que los textos respondieran
a
una experiencia (¿acaso la escritura es otra cosa?).
Si es cierta la sentencia de la
filosofía más actual y más alemana en el sentido de que el
humanismo ya no nos sirve como dispositivo para amansar a las fieras,
también es cierto que eso nos obliga a sostener, sobre todo en el
desasosiego, las viejas utopías de aquellas humanidades cuyo amparo
nunca debimos rechazar.
Precisamente
por eso es que nos pareció necesario insistir en el lugar de la
lectura, de la literatura, de los profesores y de los intelectuales
en este Brave
New World que
nos toca atravesar y en el cual (soy consciente de la paradoja) sólo
las tecnologías comunicacionales de última generación parecen
garantizar nuestra supervivencia.
Tuvimos que hacer frente a varias
imposibilidad históricas: el aislamiento, la pobreza de recursos
institucionales, la incertumbre sobre el futuro, la crisis política
y una creciente paranoia como discurso dominante.
Somos
ese sujeto a quien cada vez más las condiciones históricas le
impiden hablar. La pregunta “¿Es posible continuar” parecía
hace eco en el vacío.
Si
la voz de la época dice que no está garantizado el derecho a la
existencia del arte, ahora podemos comprender cómo la literatura ha
encontrado maneras de sortear la
piedra en el camino,
el cansancio, para proponer mundos para el día después de mañana.
Haciendo como que no oyó nada.
A
veces hay que hacerse el sordo para sobreponerse a las
imposibilidades que nos marcan los tiempos. No
estamos hablando sólo del placer (cada cual encontrará placer en
lo que quiera), sino de nuestra
responsabilidad ante la historia:
la historia y el futuro de la lectura. La historia y el futuro de la
democracia y de la vida.
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