Por Daniel Link para Perfil
En una playa de Perdido Key unos desprevenidos paseantes se asustaron al encontrar un cuerpo humano decapitado, cuyo cadáver estaba totalmente cubierto de conchillas, algas y otros naturales del océano. Llamaron al 911, pero antes de que llegaran alguien se dio cuenta de que era un maniquí.
La confusión, tan americana, replicó la de esa vez que una mujer de Virginia Beach alertó a la central de emergencias porque había un cadáver de mujer en su jardín. Seis patrullas de policía, un camión de bomberos y los equipos médicos especializados descubrieron que el presunto cuerpo desnudo era en realidad una muñeca inflable “realista”.
Los muñecos antropomórficos en escala 1:1 son lo suficientemente inquietantes como para inspirar historias de terror (de Metrópolis a Psicosis, claro; pero mucho más cerca: Las hortensias del uruguayo Felisberto Hernández).
Yo sufro uno de esos sobresaltos que me ponen al borde de la parálisis cardíaca cada vez que visito el estudio fotográfico de mi marido, en el piso de arriba, quien de este modo, calibro, asegura su privacidad.
Cada vez que voy al baño veo, por el rabillo del ojo, un ser humano desnudo parado en la bañera a punto de atacarme.
Por supuesto, es un maniquí que él usa ocasionalmente para sus producciones. Yo lo sé, pero cada vez grito como en una pesadilla, como si me encontrara en un callejón a oscuras rodeado por jugadores de rugby, operadores bursátiles o abogados previsionales. Inerte, el maniquí es el soporte de los monstruos personales.
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