sábado, 2 de enero de 2021

Larga distancia

Por Daniel Link para Perfil

La expresión “llamada de larga distancia” siempre me inquietó un poco. Todavía recuerdo cuando había que pedir a una operadora que estableciera la comunicación, antes del discado directo internacional (DDI). La distancia se resolvía, en mi imaginación de entonces, mediante una serie de intercesores, como si fuera una carrera de postas en la cual lo comunicable, el testimonio, tenía que pasar de una mano a otra hasta llegar a su destino.

Después, el DDI introdujo la posibilidad de la comunicación directa. Como era imposible controlar los costos elevadísimos de esas llamadas, solíamos hacerlas en circunstancias muy precisas usando tarjetas prepagas desde teléfonos públicos (cuando viajábamos, por ejemplo).

Siempre existió, en esos procedimientos, una cierta complicación asociada a la distancia larga (y la duda de dónde empieza esa lejanía, si después de todo la ausencia del interlocutor no se mide en kilómetros sino en intensidades).

Hoy por hoy, con las llamadas de whatsapp (para no hablar de las aborrecibles videoconferencias), todo parece más fácil pero no lo es, porque nos pone en disposición de recibir, cualquier domingo, llamadas desde cualquier lugar del mundo.

Yo he conversado, el mismo día, con personas que estaban en Santo Domingo, en Roma y en Los Ángeles y con ninguna de ellas tenía una relación de parentesco o de amistad estrecha.

¿Podemos no atender llamadas internacionales cuyo objetivo, a priori, se nos escapa? Yo siempre me dejo llevar por la curiosidad. Con el correo electrónico me pasa lo mismo: no sé dejarlo sin respuesta. Pero con el teléfono (o como se llame eso que prescinde hasta del aparato telefónico) nunca sé bien qué decir (no sé hablar ni a larga ni a corta distancia). Simulo que entiendo lo que se me dice y voy anotando en una libreta el contenido de las conversaciones porque sé que voy a olvidarlas. A la tele-phoné, para mí, se la lleva el viento.

 

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