Por Daniel Link para Perfil
En enero de 2010 se estrenó el episodio “Moon Landing” de la primera temporada de Modern family. Allí Alex, la hija del medio, pregunta en un momento: “¿Qué es Jägermeister?”. Su padre le contesta: “Uhm, viste cómo en los cuentos de hadas siempre hay una poción que hace que la princesa se duerma y entonces el muchacho empieza a besarla? Es más o menos como eso, excepto que no te despertás en un castillo, sino en una fraternidad, y con una mala reputación”.
Más de diez años después, la ocurrencia de unos guionistas memorables volvió con toda su fuerza, ahora de la mano de militantes feministas que reclaman la suspensión del beso a Blancanieves en Disney World porque entienden, con razón, que un beso a una chica narcotizada no es un comportamiento a ofrecer como modelo.
Del mismo modo habría que objetar que un lobo disfrazado de anciana espere en la cama a la niña inocente para susurrarle al oído “para comerte mejor” o que dos hermanos desesperados arrojen al horno encendido a la anciana que les brindó su hospitalidad.
Los cuentos de hadas abundan en peripecias más o menos espeluznantes y en general se entiende que canalizaban los terrores de épocas pretéritas. No sé si es posible convencer a las infancias actuales de que conserven la distancia filológica necesaria para entender esos relatos.
Pero incluso más inquietantes que esos episodios de velada sexualidad (naturalmente, héteropatriarcal por dónde se la mire) son directamente los personajes principescos como modelos a adoptar.
Una vez le compré a mi nieta un juego de piezas de madera con dibujos, que se encastran aleatoriamente para formar una historia. Había una princesa, una especie ausente de su repertorio de lecturas. Juntos inventamos el cuento de que, desde la torre, veía pasar al niño campesino triste y que, para aliviar su pena, le exigía al rey la reforma agraria y, de paso, la abolición de los títulos nobiliarios.
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