por Daniel Link para Perfil
Cuando anunciaron los vuelos permitidos para septiembre el corazón me dio un vuelco. Hace meses acepté una invitación, dos, tres para hablar, ay, en la esquiva Europa. Mi vuelo habría de despegar el 18 de septiembre pero el listado que reprodujeron los medios ignoraba esa posibilidad.
Empezó la larga tortura de comunicarme con inteligencias artificiales con una capacidad de respuesta parecida a la de una gallina ebria. Finalmente conseguí hablar con operadores de dos aerolíneas diferentes: ambos confirmaban que el vuelo existía y me trataron como loco.
Mis correos diarios a Zaragoza fueron, con el correr de los días, más optimistas. Me esperaban con alegría, con tickets de trenes, con reservas de hotel, con esperanza veteromundana (no será demasiada, pero es más que la nuestra) y un poco de hartazgo.
Mientras tanto, lidiaba con pases sanitarios, la aplicación española, reservas de turnos para la prueba PCR, cartas de invitación en las que constara que viajo por trabajo y no (asco, inmundicia y condena, dedo tieso señalándome) por “turismo”, declaraciones juradas ante la autoridad migratoria argentina (esa pesadilla), la compra de barbijos atómicos reforzados, seguros de salud con línea COVID.
Cada madrugada salía del sueño sobresaltado y saltaba a la computadora para revisar los localizadores y los mensajes del mundo exterior. Avanzaba lentamente con las conferencias.
Nunca en mi vida estuve tan ansioso antes de un viaje. Seguramente sí antes del primero, pero ya me había olvidado. Ahora recupero esa sensación virginal, el deseo violento mezclado con el desconocimiento de lo que será: ¿dolerá, gozaré, querré repetir?
Virginal, hasta no estar abrochado arriba del avión no podré relajarme.
Mis amigos me repiten la vulgaridad de que es como aprender a andar en bicicleta. El cuerpo nunca se olvida. Pero en este país trabajar, jubilarse, viajar es como andar en bicicleta en Marte.
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