sábado, 27 de agosto de 2022

El reino perdido

por Daniel Link para Perfil

El humanismo (clásico o burgués) bien podría entenderse como una ficción epistolar: el ámbito definido por amigos que se escriben cartas. Incluso los libros podrían entenderse como una correspondencia lanzada al vacío: no te conozco todavía, pero he aquí lo que pienso.

Los estados modernos se definieron por el alcance de sus servicios postales (había Estado hasta donde podía llegar una notificación oficial: para la guerra, el pago de impuestos o la convocatoria ante la Ley).

En el caso de esas figuras fantasmáticas que llamamos “autor”, las cartas que escribieron nos son preciosas. La famosísima y muy mal comprendida “Carta alemana” de Samuel Beckett es una piedra de toque de su poética, organizada alrededor de la noción de “palabras inapropiadas” que allí se lee.

Hay cartas de amor, cartas de suicidas, cartas desde la trinchera, cartas públicas (Émile Zola, Rodolfo Walsh) cuya trascendencia política no disminuye con el tiempo.

Hay también cartas intelectuales, un género que parece haber desaparecido de nuestro horizonte, dominado por la necesaria banalidad de los intercambios conversacionales, la inmediatez del correo electrónico y la chatura argumentativa que arrastra a la justicia, a los medios de comunicación, a la política a niveles de brutalismo ya casi intolerables (lo estamos viendo en estos días).

Para los círculos filosóficos entre los antiguos romanos, escribir cartas implicaba, al mismo tiempo, ordenar las propias ideas y adoptar una forma de vida propia, una ética, una perspectiva para ver el mundo y actuar en él. Las correspondencias intelectuales modelaron, cuando existían, la posibilidad y la necesidad del rigor para decir, proponer, objetar, hacer.

Como todo eso parecía haberse perdido, hay que saludar el libro Las posesas, firmado por Albertina Carri y Esther Díaz y distribuido en estos días por Caja Negra, como un verdadero acontecimiento: recupera para nosotras, lectoras ávidas de una humanidad críticamente renovada, la posibilidad de acceder al registro de dos testigas de un presente que (como ellas) no terminamos de entender del todo.

El ejercicio que dio origen al libro constituye la primera parte: convocadas por Liliana Viola, Albertina y Esther debían escribirse diariamente correos sobre la memoria, para realizar luego una performance en el CCK en marzo de 2020. Como la pandemia se llevó todos los proyectos por delante, ese objetivo quedó reducido a su mínima expresión (un podcast, líbrennos la musas de tener que escucharlo) pero las corresponsales decidieron seguir escribiéndose, esta vez cada quince días. Es la segunda parte del libro, cuyo tema habrían de ser las pérdidas pero que bien pronto, gracias a la agudeza de Esther, se complica con las perdidas: ellas, perdidas en el tiempo que les tocó vivir, no dejan de interrogarlo y de buscar en los libros viejos y en las recopilaciones de cartas las claves para poder hacerlo.

Que se trata de un género olvidado se nota en los titubeos de la primera parte, donde nada termina de cuajar y las corresponsales (que no se conocían personalmente antes del encargo) tratan, sobre todo, de agradarse. De paso, un libro como Las posesas es sobre todo un desafío para el editor, porque al pasar del circuito de lo privado al de lo público, la correspondencia adquiere un doble destinatario y esa duplicidad debe ser conservada a toda costa, para que no incomode a la lectura. Muchas de las decisiones de Caja Negra son, en este punto, objetables. Por ejemplo: es casi imposible creer que Esther le diga a Albertina: “lo que dice Buñuel en Mi último suspiro, que es su autobiografía”. Esa cláusula aclaratoria denigra a la corresponsal que recibe la carta pero también al lector que, si está dispuesto a leer la correspondencia de dos nombres mayores del pensamiento argentino (en la filosofía, en el cine y la literatura) no ignora el nombre del siniestro "amigo" de García Lorca, ni sus obras.

Más allá de esos titubeos y esos deslices de edición (después de todo, son cosas que se aprenden) los intercambios que incluye Las posesas incluyen apuestas de pensamiento de gran aliento y, sobre todo en la segunda parte, una voluntad para ponerse en juego que sobrepasa con creces al simple comentario de las circunstancias. El libro no es una “obra” sino la condición de posibilidad de toda obra: asumir el riesgo de pensar.

 

sábado, 20 de agosto de 2022

Gauchesca 2.0

Por Daniel Link para Perfil

Interrumpo mis lecturas de esta semana para escribir esta columna. Estoy leyendo (y fichando) las Memorias de Baigorria, las Memorias del ex cautivo Santiago Avendaño, la Excursión de Mansilla y las Correrías de un infiel de Baigorria. Antes había leído una vez más el Martín Fierro y La cautiva.

No hace falta que subraye el hilo conductor de mi interés: son los indios, esos “otros” de la patria (respecto de los cuales no tuvieron contemplaciones ni los liberales ni los populistas: Rosas fue tan exterminador como Sarmiento y Roca).

Esos a los que Alsina les ofreció su zanja como solución de las contiendas territoriales. Supongamos que esa propuesta multinacional hubiera triunfado. Hoy abominaríamos de las descripciones intolerables que hace José Hernández de la vida en las tolderías de su héroe criminal.

Mientras leía, de pronto aluciné auditivamente con el malón. Escuchaba el griterío de la indiada, al ritmo del kultrún y la trutruka.

Pero no, eran manifestaciones convocadas tal vez por las centrales obreras o por los movimientos sociales de izquierda que, a la misma hora, marchaban con diferentes destinos para protestar por exclusiones que, bien miradas, están inscriptas en la fundación misma de la Argentina, en la oposición entre Civilización y Barbarie, en la propaganda criollista, en las fantasías de homogeneización cultural y moral, cuando no de exterminio. David Viñas se había preguntado en Indios, ejército y fronteras: “¿por qué no se habla de los indios en la Argentina? ¿Y de su sexo? ¿Qué implica que se los desplace hacia la franja de la etnología, del folclore o, más lastimosamente, a la del turismo o de las secciones periodísticas de faits divers? Por todo eso me empecino en preguntar; ¿no tenían voz, los indios? ¿O su sexo era una enfermedad? ¿Y la enfermedad su silencio? Se trataría, paradójicamente, ¿del discurso del silencio? O, quizá, los indios ¿fueron los desaparecidos de 1879?

El punto de partida no fue tan letrado, sino una ocurrencia de Elisa Carrió, que en modo “gaucho con concha” (como le decía Manucho a Silvina Bulrich) produjo la copla “Si quieren que me vaya, / no tienen más que pedirme./ Pero no me callo más, / prefiero morirme”.

 

sábado, 13 de agosto de 2022

Mecánica de géneros

Por Daniel Link para Perfil

Nos apuramos a ver Sandman en Netflix, porque como estamos colgados de la cuenta de mi hija ya se nos acaba la gratuidad y no pensamos pagar por una adhesión a un servicio mediocre. También porque es obra de uno de mis autores de género predilecto, Neil Gaiman. Comparto su crítica al estilo de actuación del protagonista (“¿Por qué hablás como Batman?”, le dijo Neil) y admiro sus diálogos de una belleza inverosímil.

Pero además, Gaiman escribió para su esposa, la performer y cantante Amanda Palmer (The Dresden Dolls), un poema extraordinario que siempre enseño, “La cazadora de hongos”, que cuenta la historia de la tribu humana poniendo al varón en el lugar idiota del cazador que persigue a la presa (muchas veces sin resultado) y a la mujer como inventora de la ciencia (la mecánica, la anatomía, la física, la química) a través de las pequeñas tareas “domésticas” (elegir los hongos comestibles, conocer cómo se transforman químicamente al cocinarlos, diseñar herramientas e instrumentos portantes para las crías, relacionar la regla con las posibilidades reproductivas y recordar las propiedades curativas de las plantas).

Entregados al streaming, descubrimos en Star+ (otro cuelgue), una película trash que retoma este argumento antropológico-feminista deformándolo tontamente: Predator: la presa.

Naru, la protagonista, es inteligentísima y sabia dentro de la tribu comanche que integra. No sólo es la mejor rastreadora y domina las propiedades medicinales de las plantas sino que es capaz de deducir el funcionamiento de la tecnología alienígena en dos minutos.

Eso, sin embargo, no le garantiza el lugar de privilegio que merecería y la obliga a ser la mejor cazadora (es decir: a convertir al predador en su propia presa).

Es como si la superioridad de la mujer sólo pudiera entenderse en una dialéctica donde debe verse en el espejo del varón (con sus misma fuerza y sus mismos predicados) y no en un plano diferente (como han protestado los feminismos de la diferencia).

Desde ya, en este universo que no se atreve a salirse de la heteronormatividad y el orden patriarcal, no hay personajes trans o de género fluido (chamanes) como sí sucede, para escándalo de muchos trogloditas, en esa ensoñación llamada Sandman.

 

sábado, 6 de agosto de 2022

¡Argentinos, a las cosas!

Por Daniel Link para Perfil

Sigo a pocos columnistas: Jorge Fontevecchia y Beatriz Sarlo en Perfil, Horacio Verbitsky en El cohete a la luna, Ernesto Tenembaum en Infobae, Ignacio Zuleta en Clarín y Carlos Pagni en La Nación. Conozco bien sus diferencias, lo que me permite situarme a una justa distancia para disfrutar de sus columnas muy bien escritas y con mucha información que yo no tengo.

Carlos Pagni cerró su columna del pasado martes (una transcripción de un editorial televisivo) recordando que en 1924 Ortega y Gasset escribió: “En las revistas y libros de jóvenes que me llegan de la Argentina encuentro demasiado énfasis y poca precisión. Cómo confiar en gente enfática… nada urge tanto en Sudamérica como una general estrangulación del énfasis. Hay que ir a las cosas, hay que ir a las cosas sin más”.

En una reseña casi secreta de 1928 sobre los Seis ensayos en busca de nuestra expresión de Pedro Henríquez Ureña (reproducido en el último número de Chuy. Revista de estudios literarios latinoamericanos), Jorge Borges se detuvo en la misma advertencia de Ortega (esa superstición española), quien “en artículo reciente, recomienda a los jóvenes argentinos «estrangular el énfasis», que él ve como una falta nacional. Meses atrás, Eugenio d’Ors, al despedirse de Madrid el ágil escritor y acrisolado poeta mexicano Alfonso Reyes, lo llamaba «el que le tuerce el cuello a la exuberancia». Se trata de una simple noticia —por cierto, comentada con delicadeza después [por Pedro Henríquez Ureña]—, pero en cuya consideración quiero demorarme. Estrangular el énfasis, torcerle el cuello a la exuberancia...: la más barata dilucidación de esas feroces fórmulas es la de considerarlas variantes (hay otras palabras menos corteses) de la aconsejada por el Arte poética de Verlaine: «Toma a la elocuencia y retuércele el cuello»”.

“Otra, menos lenitiva y más honda, sería la de inferir que ni la estrangulación a que nos convida el deshumanizante profesor, ni la torsión de cuello, felicitada por el catalán en trance de griego, fueron sentidas como representaciones enfáticas por sus propagandistas. Esto, concede ironía reincidente a sus prescripciones. Desaconsejarnos el énfasis y abundar en él”.

El tema, como se ve, es muy previo al peronismo, en relación con cuyos últimos movimientos de tablero Pagni recuerda la cita de Ortega y Gasset (que no previó la República, ni la Guerra Civil, ni el franquismo). A Ortega le irritaba el “apresurado afán por reformar el Universo, la Sociedad, el Estado, la Universidad, todo lo de fuera, sin previa reforma y construcción de la intimidad”. Por supuesto, la Reforma universitaria del 18, uno de nuestros grandes orgullos, le habrá parecido un despropósito, porque “Todo el que incita a los jóvenes para que abandonen el sublime deporte cósmico que es la juventud y salgan de ella a ocuparse en las cosas llamadas «serias» —política, reforma del mundo— es, deliberada o indeliberadamente, dañino”. Un conservadurismo enfático de alguien, Ortega, que escribía como el culo.