Por Daniel Link para Perfil
Una amiga de Berlín es lo que se llama “persona pública”. Debe ser muy cuidadosa en la adecuación de lo que dice y lo que hace, porque en ese ajuste se fundamenta su ética y su imagen pública. Por supuesto, es una abanderada de las causas ecológicas, vegetarianas, antibelicistas, etc.
Lejos de la facilidad (tan argentina) de declamar una cosa y hacer todo lo contrario, sus convicciones la obligan a decisiones complejísimas. Por ejemplo: tiene que viajar desde Berlín hasta Avignon, en el sur de Francia. Como no quiere que su viaje sume carbono a una atmósfera ya suficientemente enrarecida y ante la inminente escasez de combustibles que se avecina en Europa, elige viajar en tren. Tarda 16 horas en llegar y otras tantas en volver (en un vuelo directo en avión hasta Marsella tardaría 2 horas más una en transporte público).
¿Por qué tanta diferencia? Bueno, allí es donde lo personal se intersecta con las políticas públicas. Mientras los demás países se dedicaban a trazar líneas ferroviarias de alta velocidad (TGV, AVE), Alemania prefirió apostar a subsidiar a las empresas aeronáuticas para favorecer la movilidad intraeuropea. Un tren de alta velocidad no es sólo una máquina potente sino que requiere de trazados lo más rectos posibles para poder acelerar hasta 300 kms/h. No habiendo hecho ese trabajo, con todo lo que implica (compra de terrenos, expropiaciones, etc.), hoy Alemania carece de trenes de alta velocidad.
Si bien yo soy un fanático de los trenes per se, no podría seguir a mi amiga en sus convicciones. En Argentina, el peronismo (me disculparán la generalización, pero el de Menem fue un gobierno peronista) desmanteló completamente una de las más vastas redes ferroviarias de América latina que hoy es imposible de recuperar.
Por otro lado, el 8 de mayo de 2006, el Sr. Néstor Kirchner y el Sr. Ricardo Jaime firmaron la resolución 324, que lanzaba el proceso para la construcción de un “Tren Cobra” de alta velocidad entre Córdoba y Buenos Aires (con parada en Rosario), con una duración máxima de tres horas entre cabeceras y un costo aproximado de 4.000 millones de dólares.
En enero de 2008, la Sra. Fernández adjudicó la obra a un consorcio francés-español-argentino y el 26 de marzo del mismo año Martín Lousteau firmó la estructura financiera del proyecto que, por supuesto, quedó en la misma nada que el traslado de la capital.
El asunto perjudica a quienes necesitan medios de transporte eficaces y sustentables. Perjudica también la posibilidad de una ética ambiental.
Aún así, los países ricos contaminan más que los pobres
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