Por Daniel Link para Perfil
Querida Sylvia: leer tu Animalia, que recién acaba de distribuir Eterna Cadencia, es como conversar con vos de nuevo, y me da mucha pena que esa dicha ya no pueda repetirse. No sé si Animalia es tu mejor libro, pero es el que mejor me hace sentir.
Escribí en Certificado de presencia, ese homenaje que te hicieron en Nueva York, una anécdota que no incluiste en este libro (si bien alguna página permite suponerla) sobre un gato que, porque tuvo la malhadada idea de morirse en invierno, no pudo ser enterrado y decidiste guardarlo en el freezer. Entonces te dije que parecías esa vieja loca que Capote había incorporado a su relato “Una luz en la ventana”.
Ahora, en tu libro, leo la formación infantil de tu pasión por los animales (cada uno un individuo), en un barrio que fue tanto tuyo como mío (una vez fuimos a visitar tu casa de infancia, y comparamos las películas que habíamos visto en el cine York de Olivos). La serie empieza con teros, cascarudos, hormigas, gusanos de seda, lechuzas, carpinchos, vizcachas, patos y, por supuesto, gatos y perros (tu perra Lola inspiró a nuestra perra Lolita, ¿alguna vez te lo dije?).
Pero ningún animal se compara, en nuestras vidas, con los gatos. Una vez coincidimos en este diagnóstico: amamos las ciudades con gatos callejeros, no nos gustan las ciudades donde no se ve uno solo, conclusión a la que llegamos después de haber sentido un malestar inexplicable.
Subrayo frases de tu libro que escucho ahora por primera vez, dichas con tu voz, que todavía está ahí, en la parte intacta de mi memoria. Escribís “para ser uno mismo es siempre mejor estar con otro, sobre todo si el otro pertenece a una especie distinta, es decir, si es totalmente no uno”.
John Berger se preguntaba “¿Por qué miramos a los animales?”. Tu respuesta, creo, es más sabia que la suya: los miramos porque nos permiten sostener una ética de la diferencia.
El otro subrayado que habría comentado con vos, en una lenta sobremesa, es más raro. Contás un episodio que, en el marco de la psicología conductista estadounidense, revelaría a la asesina serial: estás, siendo una niña, por diseccionar una rana (“disecar”, dice el texto, que habría merecido una corrección más atenta) y confesás: “me fascinaba la idea de poder abrir un cuerpo y mirarlo por dentro”. Creo que fuiste la prueba viviente de que esa pasión por la disección no implica una violencia contra el otro sino a una atención atenta de lo que guarda en si y para si. ¿No son Las letras de Borges o tus ensayos sobre la pose un fabuloso acto de disección de lo que todavía está vivo, para demostrarnos cómo vive por dentro?
La figura de “la loca de los gatos” se nos presenta como un ser un poco extraviado, que huye de la compañía humana por incapacidad afectiva. Pero así como nunca fuiste una asesina serial, tampoco se te puede reconocer en esos rasgos.
Tu libro es precioso, Sylvia, no sólo porque nos devuelve tu voz, sino porque nos insinúa una ética, una comprensión total de lo “totalmente no uno” y una suspensión de todos los estereotipos.
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