sábado, 27 de abril de 2024

Un recuerdo infantil

por Daniel Link para Perfil

Circunstancias familiares que no vale la pena mencionar me permitieron recuperar un sueño infantil que estalló en mil pedazos contra la realidad, ese sello de clausura sobre todas las puertas del deseo (juro que este verso me lo acuerdo de memoria desde mi primera juventud).

Mis padres leían bastante, pero mucha porquería. Alguna se me pegó. Por ejemplo: mi papá era fan de Isidoro Cañones, historieta de la que guardo una buena colección, que quise donar sin éxito al fondo AHIRA antes de que las polillas terminen de devorarla.

Siendo niño, yo tenía muchas ideas de felicidad (todas ellas irrealizables, lo que me permitía sufrir y entregarme a la lectura, mi única felicidad al alcance de la mano). Una de ellas era decirme isidorianamente “me voy a Mar del Plata” y hacerlo, sin ningún plan previo, ninguna advertencia a nadie, sin siquiera pasar por casa a buscar ropa.

Sin embargo, nunca jamás fui a Mar del Plata (ni de ese modo ni de ningún otro) hasta muy entrado en mi madurez, cuando cubrí el Festival de cine de Mar del Plata como periodista. Me gustó la ciudad, claro. Qué digo “me gustó”. Me enamoré de Mar del Plata. La bajada del Torreón es una de las primeras cosas que recorro a velocidad moderada cada vez que llego, hasta que la Biarritz argentina se me aparece en todo su esplendor y la paz me inunda. Me gustan la escala de la ciudad, su costa, los acantilados.

La casualidad quiso que hace unos años cayera en manos de mi familia política la administración de un departamento céntrico con una sucesión complicadísima.

Nos dedicamos a arreglarlo y a prepararlo para vivirlo. En lo que era el cuarto de servicio me instalé un escritorio y un silloncito que puede ser cama de huéspedes. En el balcón a la calle (una de las más feas de La Feliz) puse macetas con suculentas y cactus, para no preocuparme por el riego.

Creo que en febrero estuvo listo y desde entonces no había vuelto. Pero el jueves me dije: “me voy a Mar del Plata”. Avisé que me iba y, sin más trámite (allá tenía todo lo que podía llegar a necesitar, incluida una computadora vieja), subí a la autopista, sintiéndome hasta superior a Isidoro Cañones, que no contó con esa ventaja. El portero del edificio iba a prender las estufas y el termotanque.

Pensaba, mientras pasaba mis canciones, en cómo la cultura industrial nos ha moldeado tanto como la cultura escolar, porque la felicidad pueril había sido una posibilidad de vida hace cincuenta años.

Pero todo era falso. La pasé de maravillas, pero tuve que enfrentar un problema que Isidoro nunca conoció: el dinero en efectivo. Mar del Plata vive del cash y yo no había llevado suficiente, así que tuve que hacer bancos, etc.

Lo peor fue la vuelta. Mientras yo manejaba a velocidad crucero, para optimizar el consumo de combustible y evitar multas por exceso de velocidad, vi que me pasaban a toda máquina autos completamente al margen de las preocupaciones económicas.

Esos eran los verdaderos Isidoros, los tarambanas sin vacilaciones y no yo, que había pretendido cumplir las “locuras de Isidoro” que, en el fondo, eran una pelotudez. Volví realista, endurecido.


sábado, 20 de abril de 2024

Jalea real

Por Daniel Link para Perfil

Circula un extraordinario video que Martín Kohan realizó para UNA a propósito de los ataques que el sistema educativo viene recibiendo por parte del Poder Ejecutivo.

Martín se refiere a la aporía de considerar a la educación argentina actual bajo el signo del “adoctrinamiento”. Para que eso suceda, deberían existir figuras que no conocemos: un profesor de poder absoluto y un alumnado totalmente inerte que acepta a pie juntillas lo que se le dice. Ambas realidades son quimeras, por supuesto.

Yo agregaría una tercera objeción (a lo mejor estaba en el video completo de Martín, que está muy editado) a las sedicentes víctimas del “adoctrinamiento”. ¿Qué es una doctrina? Si acaso hablamos de teorías (que tienen hipótesis y conclusiones, que arriesgan tesis que aspiran a ser discutidas), sometemos a esas mismas teorías a una mirada crítica. En modo alguno adherimos a alguna “doctrina” ni esperamos que nuestras alumnas lo hagan.

“Doctrina” es un conjunto de proposiciones enseñadas como verdaderas (y por lo tanto inobjetables). Nosotras estimulamos la duda y la desconfianza. De hecho, mi mejor estímulo para la lectura es decir en la primera clase: “Yo puedo estar diciendo cualquier cosa sobre los textos. Por eso es imprescindible que ustedes lean previamente. Para que puedan controlar si lo que digo tiene algún asidero o es un invento para hacerlos fracasar en los parciales”.

¿En qué sentido puede ser dogmático Kafka, que quería que quemaran toda su obra? ¿En qué sentido lo sería Roland Barthes, que siempre se mantuvo alerta y distante contra la doxa (la opinión común) y contra la arrogancia de los discursos de victoria?

No transmitimos dogmas ni doctrinas, sobre todo porque sometemos la palabra y el discurso a su propia historicidad. Son los momentos históricos los que constituyen el contexto de enunciación de las teorías, proposiciones, hipótesis, mandatos, reparos, interrogaciones y condenas.

La semana pasada relacioné la gubernamentabilidad liberal con su irremediable destino: la revuelta. Por supuesto, no es una opinión mía ni tampoco una doctrina, sino que está fundada en el trabajo de archivo realizado por Foucault, en particular a partir de los textos de un fisiócrata francés llamado Abeille (1719-1807).

Un adoctrinador o lavador de cerebro es el que impone una idea sin considerar sus condiciones de de enunciabilidad o evaluar sus consecuencias. Una ley antidoctrinamiento, por ejemplo, es ella misma, doctrinaria. ¿Es que no ve la abejita que sostiene su reinado en dogmas espesos?

 

miércoles, 17 de abril de 2024

La historia se repite dos veces

 

¿Es consciente el Sr. Milei de que está copiando esto?:


lunes, 15 de abril de 2024

sábado, 13 de abril de 2024

Las viejas locas

 por Daniel Link para Perfil

Las profesoras, las escritoras, las filósofas y las educadoras (de todos los géneros) estamos estupefactas. Jamás nos prepararon para lidiar con tan altos niveles de ignorancia, de desprecio hacia las condiciones mínimas de un pensamiento racional y de vulgaridad como los que chorrean desde el actual Poder Ejecutivo.

Es verdad que sufrimos a los Yoma, pero al lado de éstos, aquéllos eran los Grimaldi.

Los veinte años de decadencia intelectual de los que venimos debieron habernos servido de advertencia, pero nunca creímos que se podía caer todavía más bajo. De nada sirve pelearse con las agrupaciones estudiantiles de izquierda que, no se sabe bien por qué, están más preocupadas por el destino de Aerolíneas que por el desmantelamiento del sistema científico argentino y el desfinanciamiento de la educación en todos sus niveles.

Ayer nomás, una profesora de primerísimo nivel me comentaba que para ella los “chanchullos” no tienen importancia. El único “chanchullo” es la deuda externa. Quise decirle que uno no puede pensarse sin los otros, pero estábamos en una fiesta...

Cada frase pronunciada por el portavoz presidencial puede refutarse, ¿pero cómo? No son terraplanistas, pero escucharlos es como escuchar a cualquiera de esos paranoicos que piensan que la ciencia y el saber existen sencillamente para cagarle la vida a ellos.

A nadie parece importarle nada y esa apatía generalizada nos deja en un lugar que empezamos a abrazar cada vez con más ternura: el de la vieja loca que sabe (lo ha leído, lo ha vivido) que la gobernabilidad liberal se encuentra, más temprano que tarde, con la revuelta.


sábado, 6 de abril de 2024

Las hijas de Hegel

por Daniel Link para Perfil

Se presenta hoy el Teatro proletario de cámara de Osvaldo Lamborghini, que la editorial nudista preparó en una edición “democrática” o “popular”, en varios tomos de precios accesibles. La edición estuvo al cuidado de Agustina Pérez, Omar Genovese, Miguel Vega Manrique y Martín Maigua. El tomo 1 lleva además textos de Milita Molina y Alfredo Prior.

Hay una página perdida en el fárrago del Teatro que comienza con una cita enn alemán del comienzo del Cuarto Evangelio, conocido como Evangelio de Juan (“Am Anfang / war das Wort". Esa cita y el resto, lo que está fuera de las comillas, forman el poema “Das Wort” (“La palabra”) de Rose Ausländer (1901-1988), amiga de Paul Celan, a quien conoció en el guetto de Chernivtsy. Celan usó, en su célebre “Todesfuge”, la imagen “negra leche” que Ausländer había incluido en un poema publicado en 1939.

Los materiales del Teatro Proletario de Cámara constituyen, antes que una obra, un archivo intervenido: la pornografía allí recopilada brilla casi siempre tachada, como aquello que hay que olvidar después de haber leído (después de haber visto).

Una de las preguntas que deberían hacérsele a ese archivo es por las fuerzas que han hecho coexistir en su seno escenas fotográficas de sexo explícito de la década del setenta con fragmentos de discurso político argentino y con un poema firmado por una poeta judía que eligió como seudónimo el apellido de su primer marido, Ausländer (que significa “extranjeros”).

Debemos a César Aira un primer ordenamiento de esas piezas, así como la edición de su obra dispersa. A Valentín Roma le debemos las primeras muestras a partir del Teatro proletario de cámara, a UNTREF la digitalización de ese archivo y a la editorial nudista, ahora, la publicación local de esas páginas abrumadoras.

César Aira termina el prólogo a Novelas y cuentos con esta anécdota: “Osvaldo conocía a Hegel principalmente a través de Kojéve, a cuya interpretación adhería a la vez que no se tomaba muy en serio (la misma ambigüedad tenía con Sartre, en cuyos libros encontraba, quién sabe por qué, una cantera inagotable de chistes). Pero también había leído a Hegel, y la última vez que lo vi, el día que se marchaba a Barcelona por segunda vez, tenía en las manos las Lecciones sobre la filosofía de la historia; lo había
elegido para leer en el avión, cosa que me explicó así: lo había abierto al azar, en una librería, y advirtió que en esa página casual Hegel hablaba de... Afganistán. (¡Afganistán, Afganistán!). Eso le bastó.”

El relato coincide con el escrutinio de la biblioteca lamborghiniana realizado por Valentín Roma, quien concluye: “Por último, vemos todo Freud, distintos textos de Kristeva, Lacan y Masotta, acompañados del inevitable La revolucion sexual (1936) de Wilhelm Reich y del imprevisto Escupamos sobre Hegel (1973) de Carla Lonzi.”

Por supuesto, esa lectura “de aeropuerto” es tan decisiva para entender el Teatro proletario de cámara como la posición feminista de Lonzi, que había ya destruido los transcendentales de género.

Ahora bien, la pregunta sería: ¿Qué pasa cuando la “obra” lamborghiniana confronta la palabra (que es el tema obsesivo de su escritura) con las imágenes, como sucede en el Teatro proletario de cámara? Es decir: ¿qué sucede entre lo imaginario y el reino del símbolo o en la fricción que entre ambos se produce?

Las escenas sexuales del Teatro proletario de cámara están, todas ellas, intervenidas, tachadas, suspendidas en su efecto y además se dejan llevar por la locura proliferante que arrastra a la escritura. Salvo una, la lámina que funciona en el Teatro como entrada a la obra “literaria” de Lamborghini: la lámina del Cloaca Iván, protagonista de una “novela introspectiva” escrita en a mediados de la década del ochenta. Las notas de los editores del Teatro consignan ottras apariciones en Poemas y OL inédito.

La escritura y la imagen hacen allí juntura y la escritura de Lamborghini se limita a caligrafiar la carne de Iván, a delinear su barbilla, sus tetillas, su ombligo, su verga.

Contra la proliferación insensata de lo imaginario, el Cloaca Iván (y su verga rompeportones) establecen un orden y un principio de identificación o de distancia. Eso es la Aufhebung hegeliana o la Verneinung lacaniana, aplicada por Lamborghini tanto a su relación con el Martín Fierro como al Cloaca Iván. “Lalo Cura”.


viernes, 5 de abril de 2024

Invitación

 

Presenta: Daniel Link. Lectura incomparable a cargo de Fernando Noy. Invitada especial: Ana María Chagras. Editores: Omar Genovese, Agustina Perez, Martín Maigua, Miguel Vega Manrique (eds.)