Circunstancias familiares que no vale la pena mencionar me permitieron recuperar un sueño infantil que estalló en mil pedazos contra la realidad, ese sello de clausura sobre todas las puertas del deseo (juro que este verso me lo acuerdo de memoria desde mi primera juventud).
Mis padres leían bastante, pero mucha porquería. Alguna se me pegó. Por ejemplo: mi papá era fan de Isidoro Cañones, historieta de la que guardo una buena colección, que quise donar sin éxito al fondo AHIRA antes de que las polillas terminen de devorarla.
Siendo niño, yo tenía muchas ideas de felicidad (todas ellas irrealizables, lo que me permitía sufrir y entregarme a la lectura, mi única felicidad al alcance de la mano). Una de ellas era decirme isidorianamente “me voy a Mar del Plata” y hacerlo, sin ningún plan previo, ninguna advertencia a nadie, sin siquiera pasar por casa a buscar ropa.
Sin embargo, nunca jamás fui a Mar del Plata (ni de ese modo ni de ningún otro) hasta muy entrado en mi madurez, cuando cubrí el Festival de cine de Mar del Plata como periodista. Me gustó la ciudad, claro. Qué digo “me gustó”. Me enamoré de Mar del Plata. La bajada del Torreón es una de las primeras cosas que recorro a velocidad moderada cada vez que llego, hasta que la Biarritz argentina se me aparece en todo su esplendor y la paz me inunda. Me gustan la escala de la ciudad, su costa, los acantilados.
La casualidad quiso que hace unos años cayera en manos de mi familia política la administración de un departamento céntrico con una sucesión complicadísima.
Nos dedicamos a arreglarlo y a prepararlo para vivirlo. En lo que era el cuarto de servicio me instalé un escritorio y un silloncito que puede ser cama de huéspedes. En el balcón a la calle (una de las más feas de La Feliz) puse macetas con suculentas y cactus, para no preocuparme por el riego.
Creo que en febrero estuvo listo y
desde entonces no había vuelto. Pero el jueves me dije: “me voy a
Mar del Plata”. Avisé que me iba y, sin más trámite (allá tenía
todo lo que podía llegar a necesitar, incluida una computadora
vieja), subí a la autopista, sintiéndome hasta superior a Isidoro
Cañones, que no contó con esa ventaja. El portero del edificio iba a prender las estufas y el termotanque.
Pensaba, mientras pasaba mis canciones, en cómo la cultura industrial nos ha moldeado tanto como la cultura escolar, porque la felicidad pueril había sido una posibilidad de vida hace cincuenta años.
Pero todo era falso. La pasé de maravillas, pero tuve que enfrentar un problema que Isidoro nunca conoció: el dinero en efectivo. Mar del Plata vive del cash y yo no había llevado suficiente, así que tuve que hacer bancos, etc.
Lo peor fue la vuelta. Mientras yo manejaba a velocidad crucero, para optimizar el consumo de combustible y evitar multas por exceso de velocidad, vi que me pasaban a toda máquina autos completamente al margen de las preocupaciones económicas.
Esos eran los verdaderos Isidoros, los tarambanas sin vacilaciones y no yo, que había pretendido cumplir las “locuras de Isidoro” que, en el fondo, eran una pelotudez. Volví realista, endurecido.