Por Daniel Link para Perfil
Desde Tinelli que no se veía un cachivache semejante. Por más intertítulos que pusieran a cada uno de los capítulos de la apertura de los Juegos Olímpicos todo era una mescolanza sin ton ni son: el cabarute con las belles lettres, todo pasado por agua.
Nos daba satisfacción el fracaso galo, después de las estridencias previas que se vivieron entre nosotras, las argentinas de bien.
El momento Barbierísima pregrabado de Lady Gaga no daba ni para el Estrella de Mar. Y después, sólo algunos destellos de belleza: las bailarinas oscilantes atadas a largos palos y el ménage à trois estimulado por libros arrancados de los anaqueles y puestos a circular entre los cuerpos.
¡Y la insopotable caravana de lanchas y de Bateaux Mouches que duró más que cualquier esperanza de redención! Ni Macron (que está hecho para las pantallas) podía sobreponerse al aburrimiento soberano.
No sé por qué tantas protestas a propósito de la recreación de una cena (algunos dicen que ni siquiera era la Última, sino La fiesta de los dioses de Jan Hermansz van Bijlert). Después de todo, los Juegos no son una invención católica sino todo lo contrario: lo que el catolicismo francés (el más asesino de todos) no puede tolerar. En todo caso, un bodrio, sobre todo por cómo estuvo televisado: en fragmentos muy breves, sin que se entendiera el rol de cada quien.
De pronto el tiempo se detuvo: un caballo robótico cabalgaba sobre el Sena con una majestad que tanto decía el pasado como el futuro. Fue un largo momento poético, pero era para que lo vieran todas las personas que habían aguantado el chubasco.
Después, la Tour Eiffel se volvió loca vestida con falsos lasers y nos dimos cuenta de todo. Los organizadores se habían dicho: hagamos cualquier cosa, si total tenemos la Tour...
Pero después se transformó en plateau para una performance deslumbrante que nos despellejó en vida. Celine Dion cantó "Hymne à l'amour" de Edith Piaf con una perfección potenciada por su condición física.
Sé que las personas con menos sensibilidad lagrimearon durante esos minutos de amor a toda costa.
Y para terminar, el pebetero volante con falso fuego. Fueron tres momentos a lo largo de cuatro horas. Pero había que separarlos en el tiempo, aunque fuera con desperdicios.
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