por Federico Cano para Paco
Aprovechemos la polémica, pues, para lo importante. Contemos nuestras listas de lectura, hagámoslas conocer, discutamos qué se da y qué no en las aulas (y si acaso podramos preguntarnos si podremos dar lo que hoy no podemos), mostremos la secuencia espectacular en la que 17 adolescentes se quedaron casi una hora en silencio mientras la profe encaraba Cometierra, o en la sorpresa de los cinco guachos, allá al fondo, que no pueden creer que Edipo se coja a la madre, mate al padre, o las tres pibas al costado, charletas, que murmuran el escándalo gustoso de que Romeo tenga veinte y Julieta trece (¡y todavía no esté embarazada!), o el petiso repetidor aquel, debajo de la capucha en noviembre, que en secreto se mueve anímicamente cuando descubre, entre el pomposo lenguaje popular de la España posmedieval, que Lazarillo es un pibe al que lo violaron toda la vida. Y es que finalmente, frente al aturdido auditorio del scrolleo en el bondi, eso que somos todos, la palabra escolar quizás pueda, en su anacronismo, imponer un tiempo diferente, utópico, para decir lo que nos pasa. Y es que, hermosamente, y esto sí aprendámoslo, un pibe, una piba, quien sea, no importa la edad, cuando se engancha con un libro, cuando se produce el acto de la lectura, colabora en la magia y en el milagro.
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