sábado, 8 de marzo de 2025

Gente joven que se mata

por Artemio López para Perfil

Según datos oficiales, “en la Argentina, los suicidios constituyen la segunda causa de muerte en la franja de 10 a 19 años. En el grupo de 15 a 19 años, la mortalidad es más elevada, alcanzando una tasa de 12,7 suicidios cada 100 mil habitantes”.

La tasa en los varones es de 18,2 y en las mujeres 5,9. Desde principios de la década de 1990 hasta la actualidad la mortalidad por suicidio en adolescentes se triplicó a nivel nacional.

La psicóloga, militante de la salud y miembro de la Fundación Soberanía Sanitaria, Daniela Giorgetta, se pregunta: “¿Cómo explicamos este terrible accidente del alma? ¿Qué fenómeno siniestro conduce a la juventud al peor de los finales? ¿Qué los hace sufrir tanto? ¿Por qué no los vimos ni escuchamos antes? No es este un recuento de situaciones trágicas o meras descripciones de esta época, es un intento de atar cabos, de unir puntos, de poder respondernos algo ante la pregunta cómo llegamos hasta acá”.

Para comenzar a responder la pregunta de Giorgetta, referimos una información reciente suministrada por el ministro de Salud Bonaerense, Nicolás Kreplak: “La cantidad de suicidios en la provincia duplica la cantidad de asesinatos. Se duplicaron los suicidios en el primer año de Javier Milei”.

Tomemos ahora estos datos y combinémoslos con la mirada de Mark Fisher, el filósofo y teórico cultural británico que abordó el tema de la depresión sustrato de muchos suicidios, desde una perspectiva crítica y política, particularmente en su libro Capitalist Realism: Is There No Alternative?

Sostiene Fisher que en un contexto de falta de alternativas y crueldad neoliberal, la responsabilización se convierte en un problema central cuando se trata de salud mental.

Las personas que enfrentan dificultades psicológicas o emocionales, como la depresión, a menudo son (auto) percibidas responsables de su sufrimiento, sin considerar los factores sistémicos que contribuyen a su malestar.

Sin cuestionar las estructuras de poder y las condiciones sociales que producen estrés, ansiedad y alienación, se tiende a culpar al individuo por su incapacidad para “adaptarse” o “superar” dificultades.

Esto puede llevar a la estigmatización y al aislamiento, ya que se percibe la enfermedad mental como un fallo personal.

La responsabilización refuerza la sensación de que no hay alternativas al neoliberalismo. Si las personas están constantemente bajo presión para mejorar su bienestar personal, enfrentándose a la ansiedad por su desempeño en todos los aspectos de la vida, se crea un ambiente en el que la lucha por la “automejora” parece ser la única opción viable.

Esto supone la culpa individual: si no se tiene éxito, es porque no se está haciendo lo suficiente o porque se carece de la disciplina o la motivación necesarias.

Este proceso de culpabilización individual puede crear un ciclo de desesperanza, base frecuente del suicidio, donde las personas se sientan responsables desconociendo al sistema que les impide acceder a lo que realmente necesitan para llevar una vida satisfactoria.

¿Y qué tipo de insatisfacción estructural da marco hoy al incremento del padecimiento subjetivo y la culpabilización individual en los jóvenes?

Al respecto, un informe del Centro de Estudios para la Recuperación Argentina –dependiente de la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA– indica un aumento muy fuerte de la indigencia y pobreza para quienes tienen entre 14 y 29 años. El relevamiento está hecho en base a la Encuesta Permanente de Hogares (EPH-Indec).

La indigencia impacta sobre el 24,5% de la población joven a nivel nacional, y la pobreza afecta al 62%, récord absoluto desde que se miden ambas carencias.

Por otra parte, el desempleo y la informalidad entre los jóvenes duplican a la media nacional y el salario promedio juvenil es la mitad de la media nacional.

La persistencia del modelo neoliberal de miseria planificada, que en su versión más extrema en democracia encarna el presidente Milei, –solo interrumpido durante la década kirchnerista–, en nuestra perspectiva, y los datos así lo corroboran, resulta el marco estructural que da contexto al aumento de los padecimientos subjetivos que en su cima muestra la disparada de la tasa de suicidios juveniles.

Abandonar este modelo de organización económico-social neoliberal responsable de calamidades estructurales y también de una subjetividad desdichada es el único camino, ya no solo para lograr mayores niveles de justicia y equidad, sino también para que la gente joven no se mate.

 

Una artista del hambre

Por Daniel Link para Perfil

Querida Beatriz, nunca había imaginado que iba a leer tu último libro en tu ausencia (creo que, vos sin embargo, habías previsto esa circunstancia).

No entender me sumió en una tristeza abismal, por el tono de profunda amargura y porque no te reconocí, o vi a la Beatriz que yo conocía aplastada por un personaje unidimensional, muy diferente de aquella persona que venía a comer a mi casa, con la que hablábamos de gatos y de películas, de política y de viajes.

Por supuesto, esperaba de tu libro muchas más “revelaciones” que las que, en definitiva, terminás entregando. “Revelaciones” en el sentido de pliegues de experiencia que funcionaran como pormenores lacónicos que hicieran juego con los que yo conocí (de manera directa o indirecta) mientras duró nuestra amistá. No dedicás ni una página a tu experiencia en la Facultad de Filosofía y Letras y muy pocas a tu relación con la literatura argentina.

No entender es un libro mezquino: no tanto con el lector, sino con vos misma. De tu pasado seleccionás fragmentos que carecen de la intensidad y el poder de evocación de Viajes. Doy un ejemplo: tu relación con tu padre está bastante detallada pero de la relación con tu madre queda sólo un chiste, “madre idiota”, que no alcanza para entender ese nudo gordiano. Seguramente es un ajuste de cuentas, pero quienes leemos quedamos afuera.

En tu versión, la infancia (en general) es sólo un intervalo del que es necesario salir cuanto antes. Ninguna verdad en las experiencias o saberes de infancia (“vivía en la luna, ese helado satélite que es la infancia, donde no se entiende nada ni nada se conoce”).

La niñez como el paradigma del “no entender”, del no saber y del no poder. En un libro que se dedica a desplegar la formación de un gusto y sólo eso, la infancia no tiene espacio posible y es apenas el trampolín para empezar a definir el gusto, que deja de ser objeto de una sociología para convertirse en predicado de una voluntad (“el buen gusto resulta de un largo y terco trabajo”).

Desde el comienzo mismo, salís de la niñez con una convicción “moderna” más bien abstracta que aplicás sin misericordia, apoyándote en saberes que te vienen de los otros. Pero incluso en esas apropiaciones, no queda clara la razón de la serie. Es tan obvio que se adopten los gustos de las personas con las que se convive como decir que las parejas, con el correr del tiempo, terminan pareciéndose físicamente. Esa banalidad no sirve para nada. Lo que falta decir, en esas relaciones en las que se forma el gusto (que en tu caso, nunca se trans.forma) es por qué te quedaste con la arquitectura “moderna” de una ex pareja y con el jazz de otra, por ejemplo.

En tu libro aparecés como una figura trágica de alguien que cumple un destino, sin que haya crecimiento alguno (eso sería una trans.formación) sino acumulaciones y acentuaciones cada vez más definidas. Warhol, en un libro que me gusta mucho, dice de su interlocutor: ““tiene un gusto extremadamente definido. Lo cual creo que está mal porque limita su poder adquisitivo”.

El eclecticismo, tan característico del Siglo XX, nunca estuvo en tu horizonte. Es muy posible que una persona que haya abrazado la causa moderna en arquitectura bien pueda sostener un gusto (incluso perverso) por alguna cumbia. O que un músico de vanguardia guste del cine chatarra.

En tu caso, todo funciona en bloque, sin fisuras, con una definición extremista.

No entender es un libro sobre tu gusto, que yo no compartí. Confesás que, desde siempre, preferías cualquier bodrio moderno a las escaleras de la Biblioteca Laurenciana. La referencia es injusta, porque en 1476 Alberti hizo la casa del Mantegna, que anticipa toda la arquitectura ante la que caes rendida.

Al principio del libro hacés una analogía entre lectura y deglución (“la escuela donde hice primaria y secundaria ofrecía una buena provisión de alimentos tan variados como dispersos”). Retengo esa referencia porque alguna vez me dijiste que tenías un trastorno alimentario: te olvidabas de comer. Y cuando comías en casa, lo hacías como un pajarito.

Tal vez eso esté en el principio de la formación de tu gusto, que responde sobre todo a un ansia, un hambre desmedido. “Vivía hambrienta”, decís de aquella niña. Y lo mismo podría decirse de la persona que construís para dar cuenta de un gusto insostenible.

Te extraño, Beatriz. No sos vos la de este libro.

viernes, 7 de marzo de 2025

Los recortes del día

 

(Si alguien se roba este argumento deberá enfrentarme en la justicia: considérense anoticiados)
 

jueves, 6 de marzo de 2025

Vamos mejorando


El anticamp

por Mauro Bonotto para Medium
 
Desde que Soy una pringada hizo el video más gracioso del año, con mis amigxs andamos repitiendo que de tan mala, Emilia Pérez pega la vuelta y se transforma en una joya camp.

Y claro, es tan horrible que es graciosa. ¿Quién no se ríe con Hueles como papá, el cuadro musical en donde un niño le canta a su madre sobre el tufo a mezcal, guacamole y coca… cola que siente en su ropa?

¿Quién no se ríe de los estribillos sin ritmo, de las voces desafinadas, del wokismo forzado, de los giros inverosímiles, del estereotipo demasiado tonto que se hace de México?

Emilia Pérez es un caso raro en el cine mainstream. No la vemos porque sea buena, sino porque es pésima. Pero, al contrario de otros casos de consumo irónico, parece hecha para ser vista de esta manera y es tremendamente exitosa en su intención.

En ese sentido, sigue la lógica del cine de clase Z. Películas de subgénero como Sharknado o Killer Sofa que no se toman enserio, que se plantean como antiarte, que buscan ser berretas y mientras más lo sean, mejor.

¿O alguien de verdad piensa que es un descuido del verosímil que la abogada imprima alegatos en medio de una feria callejera? ¿o que el equipo de arte haga una virgen desproporcionada, con una cara más parecida a la restauración del Ecce Homo de Borja que de Karla Sofía Gascón?

Es tremendamente ingenuo pensar que no hubo comicidad planificada en el icónico número de la clínica de reasignación de sexo. Ni a Pepe Cibrián se le hubiese ocurrido:

— ¡Men to woman!

— ¡From penis to vagina!

Ni los Rusicals se atrevieron a tanto

Que el mainstream busque lo camp no es solo poco autentico y ridículo (en mal sentido de la palabra). Es un acto político malintencionado, que parece venir de una lógica distópica, casi como una extrapolación a la vida real del derelicto de Zoolander (un estilo de la moda que glamoriza la indigencia).

“Hay que distinguir entre lo camp ingenuo y lo deliberado. Lo camp puro es siempre ingenuo. Lo camp que se reconoce como tal (camping) suele ser menos satisfactorio. Los ejemplos puros de camp son involuntarios; son de una seriedad absoluta.” — Susan Sontag

Como película mainstream, Emilia Pérez, es un espejo invertido de la Met Gala de 2019, en donde la temática fue Camp: Notes on Fashion. ¿La alta costura abrazando el mal gusto? Mas bien apropiandose de él con premeditada intención y majestuoso virtuosismo.

“Creo que todos realmente lo intentaron y entraron en el espíritu de la cosa. El verdadero camp era tan malo que era bueno y no lo sabía. Pero nadie va al Met Ball sin saber lo que está haciendo; no hay inocencia en eso.” — John Waters

Esto no quiere decir que no haya disfrute en una falsa obra camp, en la ficción de lo camp, en su apropiación. Algunos vestidos de la Met Gala son admirables, pero es justamente esta admiración lo que hace que la relación espectador-obra sea más cercana a la de las bellas artes que a la de lo camp.

Tampoco quiere decir que no haya elementos auténticamente camp en Emilia Pérez. El ejemplo más claro es Selena Gómez y su pésima pronunciación del español. Hay algo decididamente camp en su intento de hacerlo bien y fracasar tan rotundamente.

El plano donde susurra al teléfono: hasta me duele la pinche vulva nada más de acordarme de ti”, es representativo de esta simbiosis entre autenticidad camp y apropiación camp.

Incluso si la hipótesis de la ingenuidad fuese cierta (que los continuos desaciertos fueron accidentes, que la pinche vulva fue escrita con seriedad), Emilia Perez no es convincente como obra camp, porque su relación con el espectador no lo es.

Hay que ver cómo uno se siente cuando la mira. El disfrute de la película nace de emociones antónimas a lo camp: la ironía, la burla y el menosprecio. Ninguna es llave de acceso a la emotividad camp.

“El gusto camp es, sobre todo, un modo de deleitarse, de apreciar; no de enjuiciar. (…) Las personas que comparten esta sensibilidad no ríen ante la cosa que etiquetan como camp, simplemente se deleitan.” — Susan Sontag

El camp es placer visual irracional, sin justificar el gusto con giros intelectuales. Es reacción estética pura. Pensar que algo es “tan malo” que se vuelve bueno, es hacer una operación irónica. Es posicionarse en un pedestal superior (“sé que es malo, por eso lo disfruto irónicamente”).

“El `buen´ mal gusto es celebrar algo sin pensar que sos mejor que eso… El `mal´ mal gusto es condescendiente, burlarse de los demás.” — John Waters

En cambio, la mirada camp se equipara con el objeto cultural, lo ve como un igual, lo sitúa a su nivel. Si se ríe, se ríe con él, no de él (y es como burlarse de si mismo).

Se valora la obra porque es la representación material de su (mal) gusto. Un mal gusto que no es otra cosa que un gusto que no se condice con el de la norma. La palabra “mal” significa únicamente eso: lo antinormativo. No hay camp sin oposición a la norma. Por eso lo camp es necesariamente queer.

Este es otro eje de por qué Emilia Pérez no es camp: aunque se presente como una película progresista, es conservadora. Oficialmente trata sobre la aceptación de las identidades trans, el empoderamiento de la mujer y la lucha contra el patriarcado. Pero a nivel formal construye una fantasía feminista tan exagerada que solo permite la burla. Es como si gritara: “¡todo esto del cambio de género y los femicidios es ridículo, pura ficción, riámonos!”.

La construcción del personaje de Emilia Pérez es el ejemplo más claro de esta contradicción con el supuesto sentido oficial. Una mujer trans que lucha contra las mafias, pero que en realidad es el narco más sanguinario de todo México. A nivel argumental es una película woke. A nivel subterraneo representa la pesadilla paki sobre las personas trans, en donde su verdad ontológica es la de ser criminales travestidos para el engaño.

(Qué decir de que su deadname sea Manitas, pero que el director haga varios planos detalle sobre las manotas de Karla Sofía Gascón…)

En Los productores, dos estafadores montan un musical horrible y abiertamente nazi para que fracase y así lucrar con el fraude; pero el público lo interpreta como sátira y resulta un éxito. La pieza había revelado, a través de la ficción, un escudo estético contra toda mirada: representar la interpretación del mundo de una ideología hasta su exageración más absurda. Sus detractores ven la obra como la comprobación de la estupidez de sus enemigos, pero también de que existe una maquinaria propagandística que intenta torpemente cambiar su parecer. Por el contrario, los adeptos a la ideología representada disfrutan de ella porque entienden que la ridiculización es un código humoristico (algo parecido a los sentimientos que despierta el roast, ese subgénero del stand-up en donde se humilla a un agasajado).

Pareciera que los realizadores de Emilia Pérez extrapolaron este dispositivo a la vida real: montaron una película torpe y odiosamente woke para que la izquierda la interprete como camp y, a la vez, para que la ultraderecha la interprete como la comprobación de sus teorías conspirativas (Hollywood como maqunaria de propaganda comunista y la falsedad de los discursos de género y feministas). En ambos casos se la aplaude, tanto normis como disidencias la validan y hasta el catering recibe nominaciones a los Oscar.

Esta tensión dual entre objeto cultural y mirada es una inversión en espejo de la sensibilidad camp. Si en el camp se aprecia sinceramente una obra rechazada por los estándares normativos; en su espejo invertido, en cambio, se la aprecia irónicamente porque representa la apoteosis de la norma. Propongo un nombre para este sentir: el anticamp.

Emilia Pérez, entonces, no es camp. Es:

El anticamp no es lo opuesto del camp, es la apropiación de lo camp como estética. Por eso siempre hay elementos decididamente camp en un objeto anticamp.

El camp es autentico en su ingenuidad. El anticamp construye apariencia de ingenuidad. El “mal gusto” de lo camp es una consecuencia en principio no deseada. El “mal gusto” de lo anticamp es una búsqueda consciente, una reelaboración estética de la torpeza.

El uso que hace el anticamp de lo camp es concreto. Se limita a esos dos rasgos indispensables: ingenuidad y mal gusto. Una obra que construya su apariencia camp en solo uno de estos aspectos, no será anticamp.

La MetGala del 2019 no es anticamp, porque elabora desde los supuestos signos del mal gusto, pero es transparente en sus intenciones de alta costura (lo camp se usa apenas y explícitamente como una referencia estética o temática).

Los anzuelos anticamp son elementos de la pieza construídos para simular mal gusto e ingenuidad. Aparentan ser hilachas en la costura, errores en la ejecución, consecuencias de un criterio errado. Estos “accidentes” no son otra cosa que una puesta en escena. Buscan llamar negativamente la atención y despertar pasiones tristes: la crítica, el odio, el menosprecio, el cringe.

Emilia Pérez está plagada de anzuelos anticamp. La pinche vulva es un anzuelo anticamp. From penis to vagina es un anzuelo anticamp. La música horrible es un anzuelo anticamp. Prácticamente cada fotograma lo es; de ahí que resulte paradigmática.

El anticamp busca ser descubierto infraganti. Apela a la mente conspiradora del espectador, que cree estar develando una finalidad tendenciosa (pero, en cambio, cae en su juego).

Si “el gusto camp es un modo de apreciar, no de enjuiciar”, el gusto anticamp es, justamente, el del juicio. El objeto camp quiso ser valorado y no lo logró. El objeto anticamp busca el rechazo y lo logra.

En este sentido, me parece fundamental profundizar en la tensión entre objeto y mirada. Si en el camp esta relación es horizontal, en el anticamp es desigual (una desigualdad inversa a la del arte institucionalizado de museo, en donde el aura sacra de la obra posiciona al espectador por debajo).

En el anticamp, la obra sitúa al espectador por encima. Parece decirle: “Soy una basura tan mal hecha que podés verme los hilos y descubrir mis verdaderas intenciones”.

Por eso, un objeto anticamp apela a la supuesta inteligencia. Si el espectador no cree estar descubriendo una verdad oculta, el sentir anticamp no se activa.

Contrario al goce de lo camp (que no está ni en lo político ni en lo intelectual, sino en el placer estético puro), el goce de lo anticamp está en la explosión (de inteligencia, de ironía, de odio o de burla) que se produce al descubrir la supuesta intención oculta del objeto.

Estos elementos forjan un escudo que hace de la crítica su antídoto definitivo. Los insultos le vienen bien. Lo único que importa es la reproducción de su discurso, de su norma. Que se ataquen. Que hablen mal, pero que hablen. Por eso el sentir anticamp es paki (no puede haber anticamp disidente) y la sensibilidad camp es queer (no puede haber camp normativo).

La Masacre de Texas reelaborada desde el anticamp

Lo paradigmático de Emilia Pérez es que lleva al terreno del arte institucionalizado una dinámica que es propia de la comunicación política contemporánea.

El anticamp es la fórmula de esos objetos y performances de la ultraderecha que nos causan perplejidad, gracia e indignación a la vez. Aunque no es territorio exclusivo de neoliberales y fascistas, son ellos quienes nos tienen acostumbrados a este sentir.

La motosierra de Milei es el anticamp criollo por excelencia. Habría que acordarse de lo que sentimos cuando entró en escena por primera vez durante una recorrida de campaña. A algunos les causó gracia (era la confirmación de que estaba loco), a otros les causó miedo (era la confirmación de que estaba loco, también). La supuesta locura intrínseca revelada por el objeto funcionó como la falla que le permitió a sus detractores sentir el goce anticamp, subestimarlo y subestimar a sus votantes.

Hay escenificaciones anticamp en todos lados y en todo momento.

En noviembre del año pasado, algunos militantes libertarios organizaron un acto que mezclaba estética nazionalista del subdesarrollo con imperialismo romano de cotillón. Uno de sus referentes, el Gordo Dan, dijo que eran “el brazo armado de La Libertad Avanza”.

Los componentes de “mal gusto” habían sido desatados, pero el anzuelo anticamp se terminó de completar al día siguiente. El cuerpo orquestado de funcionarios y tuiteros explicó: no se referían a armas de verdad, sino a celulares.

El arco opositor (la izquierda, el progresismo, el peronismo; pero también los paladines del gorilismo republicano) dedicó horas de pantalla y miles de caracteres a desbaratar la mentira; a explicar por qué mentían, por qué en realidad había sido un acto nazi y una amenaza concreta y tangible a la democracia. Habían pisado la trampa.

Astucia del Gordo Dan la de hacernos creer a los kukas que éramos más inteligentes por haber señalado su hilacha nazi, sus verdaderas intenciones; cuando en realidad todo lo que hacíamos era alimentar y reproducir su fama, su discurso y su norma.

En cambio, ningún libertario abandonó las filas. Tomaron la estética nazi como un gesto irónico, se rieron y reforzaron su enlace afectivo con el movimiento.

En la telaraña del anticamp, los verdaderos predicadores de una ideología son sus críticos.

“Elon Musk no es fascista: solo quiso entregar su corazón al público”

La mayoría de las veces la ingenuidad no se construye a posteriori, sino que está en la textura misma de la cosa.

En los últimos días de febrero, Donald Trump compartió en sus redes un video sobre la Franja de Gaza tan ridículo como ofensivo. Un montaje de imágenes animadas hechas con inteligencia artificial que muestran una utopía capitalista y frívola: Gaza convertida en un enorme complejo turístico.

El rasgo de mal gusto está en la ridiculización y banalización de un territorio en guerra, pero también en la gracia de algunas postales. Ese berretismo de la imagen construye su ingenuidad. Es como si nos dijera: “no me tomen muy enserio, soy un video de mierda”.

Como era esperable, llovieron críticas y se cumplió la finalidad anticamp: producir un objeto cultural destinado a la polémica para la prevalencia de la norma.

 

 

Parte rumbo a Europa...

El profesor Daniel Link, en gira veteromundana, visitará la Santa Sede y asistirá a la función de Alcine en la Ópera de Roma en el marco de su gira académica, que incluye las conferencias:

* “Los signos en rotación. Semiosis, cine y literatura” en la Universidad de Valencia, en el marco del proyecto Trans.Arch (martes 11 de marzo).
* “De la anfibiología: sobre el cine de Albertina Carri” en el marco del Coloquio Internacional “Albertina Carri: cartografía de una obra mutante” organizado por la Universidad de Toulouse (viernes 28 de marzo).
* “Darío Queer”, en la Universidad de La Laguna, Tenerife (viernes 11 de abril).
* “Experimentalismo y disidencia: algunos libros latinoamericanos" en la Universidad de Génova (viernes 4 de abril).
 
A su regreso, pronunciará la conferencia "Del ritornello" en el marco de las actividades de la Cátedra Literatura del Siglo XX (FFyL, 19/5, 18:00)
 
Fortuna comitetur!






 

 

 
 

sábado, 1 de marzo de 2025

Nación marrona

por Daniel Link para Perfil

Un poco motivado por las desafortunadas declaraciones del concejal Sergio Santana sobre el turismo marrón en Mar de Ajó, hacés lo que nunca antes: en modo Isidoro Cañones agarrás el auto y te vas a Mar del Plata, la capital turística argentina que, en plena temporada, suele ser marronísima. Por supuesto, está bien que así sea. Después de todo, lo que se llama Argentina tiene poco que ver con las representaciones metropolitanas y la banda atlántica de la geografía nacional. El modo Isidoro Cañones favorece el estudio antropológico porque aprovechás tus relaciones con las estrellas del teatro marplatense para recorrer lugares (playas, restaurantes, calles) que no son tus habituales. Una noche comiste en la esquina de Corrientes y Rivadavia a la salida de los teatros. Una marea marrón, mezclada con jóvenes vedettes en ascenso y viejas leyendas de los escenarios. Comiste bien, y te salió baratísimo. Y estabas a dos pasos de tu casa. Otro día, fuiste a una playa popular con un capocómico y una vedette que cumplía años. Por supuesto, eran íntimos de los vendedores ambulantes, que le regalaron a la cumpleañera una salida de baño de punto y a vos te ofrecieron un descuento fabuloso para una camisola para tu mamá y, encima, te pasaron la clave de wifi del balneario que estaba detrás para que pudieras hacer la transferencia.

Todo era marronidad en diferentes intensidades. Tucumán, Córdoba, Catamarca. Las provincias ya no pampeanas ejercían su derecho a la playa con una resolución indiferente a los prejuicios y, también, a las normalizaciones corporales.

No volverías a Mar del Plata en temporada, pero no por la calidad de la gente, sino por la cantidad (abrumadora). Las morfologías corporales no pueden formar parte de un diagnóstico cultural porque eso conduce de inmediato a la discriminación y el segregacionismo. Y, para vos, lo mejor de Mar del Plata es la mezcolanza.

Por supuesto, deplorás la muerte del delfín en Mar de Ajó, pero es un poco abusivo atribuirlo a mentalidades, culturas o colores de piel. Después de todo, ahí están las fotos de la oligarquía patriótica con sus cadáveres de ciervos apilados después de sus excursiones de caza. Lo que en un caso es ignorancia, en el otro es pura crueldad.