sábado, 8 de marzo de 2025

Una artista del hambre

Por Daniel Link para Perfil

Querida Beatriz, nunca había imaginado que iba a leer tu último libro en tu ausencia (creo que, vos sin embargo, habías previsto esa circunstancia).

No entender me sumió en una tristeza abismal, por el tono de profunda amargura y porque no te reconocí, o vi a la Beatriz que yo conocía aplastada por un personaje unidimensional, muy diferente de aquella persona que venía a comer a mi casa, con la que hablábamos de gatos y de películas, de política y de viajes.

Por supuesto, esperaba de tu libro muchas más “revelaciones” que las que, en definitiva, terminás entregando. “Revelaciones” en el sentido de pliegues de experiencia que funcionaran como pormenores lacónicos que hicieran juego con los que yo conocí (de manera directa o indirecta) mientras duró nuestra amistá. No dedicás ni una página a tu experiencia en la Facultad de Filosofía y Letras y muy pocas a tu relación con la literatura argentina.

No entender es un libro mezquino: no tanto con el lector, sino con vos misma. De tu pasado seleccionás fragmentos que carecen de la intensidad y el poder de evocación de Viajes. Doy un ejemplo: tu relación con tu padre está bastante detallada pero de la relación con tu madre queda sólo un chiste, “madre idiota”, que no alcanza para entender ese nudo gordiano. Seguramente es un ajuste de cuentas, pero quienes leemos quedamos afuera.

En tu versión, la infancia (en general) es sólo un intervalo del que es necesario salir cuanto antes. Ninguna verdad en las experiencias o saberes de infancia (“vivía en la luna, ese helado satélite que es la infancia, donde no se entiende nada ni nada se conoce”).

La niñez como el paradigma del “no entender”, del no saber y del no poder. En un libro que se dedica a desplegar la formación de un gusto y sólo eso, la infancia no tiene espacio posible y es apenas el trampolín para empezar a definir el gusto, que deja de ser objeto de una sociología para convertirse en predicado de una voluntad (“el buen gusto resulta de un largo y terco trabajo”).

Desde el comienzo mismo, salís de la niñez con una convicción “moderna” más bien abstracta que aplicás sin misericordia, apoyándote en saberes que te vienen de los otros. Pero incluso en esas apropiaciones, no queda clara la razón de la serie. Es tan obvio que se adopten los gustos de las personas con las que se convive como decir que las parejas, con el correr del tiempo, terminan pareciéndose físicamente. Esa banalidad no sirve para nada. Lo que falta decir, en esas relaciones en las que se forma el gusto (que en tu caso, nunca se trans.forma) es por qué te quedaste con la arquitectura “moderna” de una ex pareja y con el jazz de otra, por ejemplo.

En tu libro aparecés como una figura trágica de alguien que cumple un destino, sin que haya crecimiento alguno (eso sería una trans.formación) sino acumulaciones y acentuaciones cada vez más definidas. Warhol, en un libro que me gusta mucho, dice de su interlocutor: ““tiene un gusto extremadamente definido. Lo cual creo que está mal porque limita su poder adquisitivo”.

El eclecticismo, tan característico del Siglo XX, nunca estuvo en tu horizonte. Es muy posible que una persona que haya abrazado la causa moderna en arquitectura bien pueda sostener un gusto (incluso perverso) por alguna cumbia. O que un músico de vanguardia guste del cine chatarra.

En tu caso, todo funciona en bloque, sin fisuras, con una definición extremista.

No entender es un libro sobre tu gusto, que yo no compartí. Confesás que, desde siempre, preferías cualquier bodrio moderno a las escaleras de la Biblioteca Laurenciana. La referencia es injusta, porque en 1476 Alberti hizo la casa del Mantegna, que anticipa toda la arquitectura ante la que caes rendida.

Al principio del libro hacés una analogía entre lectura y deglución (“la escuela donde hice primaria y secundaria ofrecía una buena provisión de alimentos tan variados como dispersos”). Retengo esa referencia porque alguna vez me dijiste que tenías un trastorno alimentario: te olvidabas de comer. Y cuando comías en casa, lo hacías como un pajarito.

Tal vez eso esté en el principio de la formación de tu gusto, que responde sobre todo a un ansia, un hambre desmedido. “Vivía hambrienta”, decís de aquella niña. Y lo mismo podría decirse de la persona que construís para dar cuenta de un gusto insostenible.

Te extraño, Beatriz. No sos vos la de este libro.

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