Por Daniel Link para Perfil
Escribo desde Santiago de Chile, donde no he podido coincidir con mi amiga Carolin Emcke, que estuvo la semana pasada, ni con mi amiga Nuria Girona, que llaga la que viene. Siempre me resultan simpáticos esos encuentros fugaces de personas que vivimos en ciudades muy remotas, como naves que cruzan en un puerto, para segur su camino hacia otra parte.
Pero es cierto que esta vez mi agenda era muy apretada y tenía que socializar con mis nuevos y viejos amigos santiaguinos, que me pusieron al día en chismes pero también sobre la situación política y cultural de Chile.
Me di cuenta de que los diarios argentinos habían informado con bastante fidelidad sobre el primer aspecto (por supuesto, ningún análisis tan fino como el de los propios locales) pero que, en cambio, no tenía mucha idea de la cultura trasandina de los últimos años, meses, días.
Dándole vueltas al asunto caí en la cuenta de que en realidad se nos informa más bien poco sobre las culturas de otros países, salvo de los Estados Unidos, cuyas festividades ya integran nuestros calendarios. Lo que sabemos, lo sabemos por nuestras amigas, lo que en algún sentido no hace sino potenciar la necesidad de un vínculo humano para poder comprender la complejidad del mundo que nos rodea.
Pero cuando no hay informante amistoso, nos quedamos en penumbras.
Pienso, sobre todo, en culturas que en el pasado fueron muy ricas y tuvieron un gran impacto entre nosotras pero que hoy, como están en guerra, han sido silenciadas hasta el anonadamiento.
¿Qué sabemos del cine, la literatura, el teatro y la música rusa? Es inverosímil pensar que la patria de Pushkin, de Jakobson, de Trubetskoy, de Ajmátova, de Eisenstein y de Tchaikovsky no tenga alguna marca interesante para compartir con nosotras y sería injusto cancelar todo lo ruso por la conducta de sus generales. En los países en los que, en efecto, se suspendieron los “contenidos” rusos de los programas de enseñanza, esa decisión fue recibida con escándalo.
Lo mismo podría decirse de las artes chinas: ¿no es inocebible, acaso, que sólo podamos pensar en ese mundo entero en términos del intercambio comercial que les conviene a los gobiernos estadounidenses?
Todos los que no somos sinólogos dependemos de informes por lo general tendenciosos. No hay noticia sobre la IA Deep Seek que no subraye con malicia su peligrosidad, como si las inteligencias artificiales de las corporaciones americanas fueran actualizaciones de la Maria Rainer de Julie Andrews.
Nada de eso se nos ahorra, desde ya: el absolutismo chino y su capacidad infinita de control, los oligarcas rusos y la sed de sangre de los generales de Putin, etc.
Todas las promesas de achicamiento de las distancias y de circulación irrestricta de la información en un mundo globalizado han sido desmentidas por la ignorancia a las que se nos somete. “¡Es que son países con censura!”, se nos dice. No puedo negar ese aserto, desde ya, pero me es evidente que tampoco se nos cuenta nada de sociedades más liberales pero que resultan igualmente insignificantes en términos del conocimiento que de ellas se nos ofrece.
Finalmente, la cultura global no es sino la máscara actual de la cultura imperial, que decide sobre qué se sabe más y sobre qué se sabe menos.
El New York Times acaba de publicar una nota contando que los disientes sexuales huyen de Rusia. ¿A dónde? A Buenos Aires, por supuesto.
Ojalá, pienso, entre tanta loca harta del terrorismo estatal haya algunas que nos cuenten cómo es la música, la poesía, el cine y el arte con el que crecieron y en el que encontraron (si así fue) las fuerzas necesarias para correr a nuestro abrazo.
Nos obligan a identificar a estados y a decisiones geopolíticas con comunidades de vida y con estilos de pensamiento, lo que está mal, porque bien sabemos que en los momentos más oscuros de las peores políticas estatales, nosotras encontramos la forma de resguardar el lazo comunitario, que poco y nada tenía que ver con las decisiones soberanas.
Pienso todo esto, lo escribo, y ya querría tacharlo porque me doy cuenta de la falsedad del razonamiento. ¿Acaso no ignoramos también las culturas que se forman y sostienen más allá de Buenos Aires?
Tal vez no sea que nos imponen saber menos sobre ciertas comunidades, sino que no nos interesa saber más sobre ninguna que no sea la propia.
No sé si será una onfaloscopía o un mecanismo de supervivencia. En todo caso, sólo el conocimiento de lo que nos es ajeno nos permite poner en perspectiva lo propio, desabsolutizarlo, rebajarlo a sólo una variación de las infinitas posibilidades de existencia, que incluye a las existencias rusa, chilena, china, cordobesa, de las que necesitamos noticias, detalles, esperanzas.
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