Había allí habituales del solarium, de nacionalidades diferentes, y entre ellos figuras nuevas, aparecidas desde el primero de octubre, que Hans Castorp no hubiese podido nombrar, mezclados con caballeros tipo señor Albin, muchachos de diecisiete años que llevaban monóculo, entre ellos, un joven holandés con lentes, de cara rosada y con una pasión maniática por el canje de estampillas, algunos griegos con gomina y unos ojos de forma de almendra, muy dados a mermar en la mesa los derechos de los demás, y dos pegajosos inseparables a los que llamaban "Max y Moritz", como en los álbumes de Busch, y que pasaban por reincidentes en evasión. El mexicano jorobado, cuya ignorancia de las lenguas allí representadas le daba una expresión de sordo, tomaba sin cesar fotografías, arrastrando con una agilidad cómica, el trípode de un lado a otro de la terraza. El consejero también aparecía, para realizar el truco del cordón de los zapatos. En alguna parte, solitario, se ocultaba el dovoto de Manheimm, y sos ojos, profundamente tristes, seguían, con viva repugnancia de Hans Castorp, ciertos caminos determinados y secretos.
(Thomas Mann. La montaña mágica. pág. 320)
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