martes, 22 de febrero de 2005

Cómo mata el viento norte

Resultado de algún trauma infantil que no conozco, S. no come frutas (en absoluto), lo que constituye un problema en la economía doméstica. O mejor dicho, dos problemas: el primero es que de la provisión de frutas me tengo que encargar yo porque él nunca se acuerda (además, no confiaría en sus elecciones). En segundo lugar, siendo un manjar "de temporada", la fruta es altamente perecedera y se termina pudriendo si no me apuro a comerla (nunca compro menos de 3 kg. porque me gusta hacerlas rotar y la opción de pedir menos de un kilogramo de cada variedad, si bien debe ser completamente usual, no se me cruza por la cabeza en el momento de estar parado frente a los cajones exultantes de la verdulería).
Si tuviera tiempo podría dedicarme a la fabricación de dulces caseros con mis excedentes, como mi madre, y hasta pienso que mi verdulera me cedería gratuitamente y con algarabía su fruta pasada a cambio de algunas mermeladas que ella podría comercializar durante los meses de invierno. Nunca se lo pregunté ni creo que lo haga, porque, en el fondo, sé que no sería capaz de encarar seriamente tal industria.
Como tantas otras veces, ayer me sentía desasosegado, con un malestar estomacal que no llegaba a ser hambre (tampoco había razón para que lo fuera) ni enfermedad alguna. No me conformaba nada de lo que había en nuestra heladerita (de la que muchas de nuestras amigas se burlan inmoderadamente: un día habré de cansarme y escucharán de mí la verdad de que más ridículas son ellas, con esas heladeras de familia americana y la vida de solteronas que en definitiva llevan) hasta que, de un golpe, me dí cuenta: "¡quiero comer fruta!", pensé en un grito.
Del dicho al hecho, en este caso, hubo poco trecho, porque los que conocen el barrio saben que aquí hay una densidad de verdulerías probablemente sin punto de comparación con cualquier otra ciudad del mundo. Además, desde el episodio con el auto de mi mamá decidí gastar en los negocios vecinos la mayor cantidad de plata posible (y no me equivoqué en mi decisión).
Al supermercado vamos solamente a comprar "lo que aquí no se consigue". Como las antiguas familias que compraban sus ajuares y vajillas en catálogos londinenses, nosotros nos costeamos hasta más allá de todas las fronteras y nos vamos a Jumbo, para comprar vinos, gaseosas (ya que estamos), vinagre de jerez, tés importados y rarezas de ese tipo.
Antes, la única razón que nos llevaba a Almagro era algún evento en Belleza y Felicidad. Pero el estado civil todo lo cambia. La primera vez que fuimos a Jumbo, S. tramitó, mientras yo hacía la cola en la caja, la tarjeta Jumbomás, que nos permite aspirar, según los puntajes acumulados, a premios en algunos casos codiciables (a la larga, es como si se tratara de un descuento diferido). Le dijeron que podían emitirle tarjetas adicionales para otros miembros del grupo familiar, pero él no sabía qué vínculo poner en el casillero correspondiente a mis datos. Cuando me vino a preguntar no titubee un instante: "cónyuge", le dije que pusiera. A ver si además de dejarnos estafar con sus precios delirantes íbamos además a permitir que nos discriminaran. Por supuesto, mi bravata careció por completo de sentido: aceptaron sin protesto el formulario y nos dieron las tarjetas. Además de que en el barrio venden más barato y aprecian mejor nuestro dinero, lo que nunca haría es comprar esas frutas modificadas genéticamente que fabrican los proveedores de Jumbo.
De todas las verdulerías entre las que podíamos elegir nos quedamos con "la de la esquina", que está siempre bien provista (venden berro, cilantro, lechuga morada,
paltas hass, entre otras rarezas para una verdulería de barrio). Hay dos en "la otra cuadra", una en "la otra esquina" y una cuarta "a la vuelta", pero "la de la esquina" es definitivamente la mejor. Nos cuesta conseguir limas pero, en ese único caso, las pedimos a la verdulería de Rodríguez Peña al 200, que tiene delivery (lo que no significa que los pedidos lleguen, porque el muchacho que reparte es un poco... lento, y se confunde las direcciones, pero ésa es otra historia).
De modo que en cuanto me dije a mí mismo "¡Quiero comer fruta!" me puse una remera y bajé a comprarla. De paso, pensé, salía un poco del atontamiento que me produce el encierro. Para aprovechar mejor la expedición, junté unos suplementos viejos que quería mandar a encuadernar. Y es ahí donde se nota hasta qué punto el encierro me entontece porque yo sé (pero entonces olvidé) que el kiosco está abierto sólo hasta las 2 de la tarde. Al llegar a la esquina me dí cuenta de mi error, pero en fin, tampoco era tan grave. Elegí mi provisión de frutas: uvas, pelones y ciruelas coloradas. Había papayas, pero no me sentía particularmente inclinado al exotismo. En el momento de sacar del bolsillo las monedas necesarias para pagar mi suculenta merienda, hice un movimiento mal calculado y los suplementos (todos, todos) se me cayeron en la vereda y el viento (que soplaba del norte) empezó a arrastrarlos hacia San Juan.
"¡La puta madre!", grité, solté la fruta y empecé a tratar de levantar las hojas de papel, sabiendo que jamás encontraría el tiempo (ni la energía ni los deseos) para reponerlos.
Quiso la fortuna que, en ese instante cruzara la calle uno de nuestros nuevos vecinos, el profesor de gimnasia con el que ya había intercambiado cuatro palabras. Solícito ante la persona mayor que considera que soy y habiéndome reconocido, Marcos me ayudó a juntar los suplementos y, después, las frutas que, también ellas, habían decidido salir a retozar en la vereda.
La situación me resultó tan humillante que, mientras estábamos entregados a semejante cosecha callejera (además tuve un relámpago de temor, porque la vileza a veces nos ataca por sorpresa: que algún cartonero pretendiera arrebatarme alguno de esos papeles de diario ridículamente inservibles en estos tiempos de internet), me puse a hablar sin ton ni son, explicándole lo que había pasado, por qué cometía yo la temeridad de encuadernar esos productos perecederos y otras cosas que a nadie podían importarle pero que al chico parecían hacerle gracia porque se reía. Fue después que levantamos todo cuando me dijo su nombre, mirándome a los ojos, y yo le dije el mío. Mientras empezábamos a caminar juntos hasta la puerta de la comunidad en la que vivimos escuché la frase más temida por mí: "sí, ya sé", me dijo, "Álvaro fue alumno tuyo".

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