martes, 8 de febrero de 2005

Diario de un televidente

S. recibió un correo electrónico inquietante, que él supone falso, de una mujer desesperada por conocer a John Edward para poder comunicarse con su marido muerto hace siete años. Bien mirado, lo más falso del mensaje es su registro lingüístico: la firmante se dice mexicana pero escribe "ayudenmen" (barbarismo más argentino, no se conoce). En todo caso, la mujer está mal de la cabeza (el punto al que quería llegar).
Hemos visto el programa de John Edward, cuyo método infalible no deja de cautivarme. La adivinación, en el caso de Edward, opera por aproximación: "¿Quién es Rob?", pregunta al azar y empieza a tirar de un hilo embrollado hasta que sale una historia lineal (completamente banal e intrascendente) y los vivos lloran y se perdonan a sí mismos el rencor, la indiferencia o el daño que sienten haber inflingido a los muertos que quieren convocar. No importa lo que la videncia traiga a la boca de pescado de John Edward, lo cierto es que siempre, siempre, el mensaje de los muertos es: "Quédense tranquilos, está todo bien".
Yo, que tengo 20 años de carrera profesional repitiendo cosas un poco más sofisticadas que las del vidente (y seguramente también más inútiles) , ahora me doy cuenta de una sola cosa: quiero ser John Edward (no quiero poseerlo, no quiero ser como él: ninguna identificación narcisista). Quiero ser él. Quiero que mi palabra tenga el mismo poder persuasivo y curativo, el mismo valor de verdad por aproximación. Quiero que me discurso se sostenga como el aire en el cielo y que los locos y dañados del mundo compren entradas para mis seminarios privados y lloren y aplaudan y se asombren como efecto sólo de mi sintaxis y de mi performance. Quiero que las viudas del mundo enloquecidas de culpa se olviden de sus duelos y entierren a sus muertos de una vez y para siempre. Si esa felicidad estuviera a mi alcance aceptaría hasta usar cadenitas en la muñeca y spray en el pelo. Eso sí, al final de todo el proceso terminaría devolviendo la plata, ¿o no responde el bien a la lógica del don?

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