lunes, 28 de febrero de 2005

La era de Acuario

Y de golpe, como una ola gigante que nos arrebata del suelo, la sociabilidad volvió, para desesperación de Tita Merello, nuestra gata, que se había desacostumbrado a estar sola. El miércoles pasado comimos con X, el jueves con Y. El viernes, una fiesta de cumpleaños en una terraza de Palermo; el sábado otra, en la terraza de Norita, la segunda más hermosa de Buenos Aires y eso sólo por su reluctancia a cuidar cualquier forma de vida, incluidas las plantas.
Anoche, Las troyanas, la obra de Eurípides adaptada por Sartre y traducida por Ingrid Pelicori para la puesta que Rubén Szuchmacher urdió para la ciudad Konex pero que por razones que son de público conocimiento (bengalas, habilitaciones, Ibarra) se estrenó en el teatro Coliseo. ¡Cómo se suceden las eras y cómo el sentido de los textos, oh Pierre Menard, cambia con los nuevos tiempos! Lo que para Eurípides era una manera de protestar contra las motivaciones de la conducta (la fatalidad de ser manejados por los dioses, como títeres), y para Sartre un statement contra las guerras colonialistas, para S. era, sencillamente, la versión "Monólogos de la vagina" de Troya, de la cosa griega. Así la imaginaba (sin equivocarse) antes de ver la pieza.
Para mí fue pura melancolía: había visto, veinte años atrás, la versión en la que María Rosa Gallo (R.I.P.) desempeñaba a Hécuba y Elena Tasisto a Casandra. En la puesta de Szuchmacher, la Tasisto presta la dignidad infinita de su cuerpo y de su voz a Hécuba y casi no haría falta otra cosa para recomendar la obra. Afortunadamente hay más.
Particularmente brillante me pareció el partido escenográfico: un escenario despojado en el que se distribuyen al acaso un sinnúmero de taburetes, sillas y mesitas con televisores que irradian permanentemente imágenes de guerra (yo hubiera preferido visiones de Troya, de las muchas que el cinematógrafo ha fraguado): lo peor de nuestro tiempo es que hasta los condenados a muerte se enteran de su suerte por TV.
El texto en castellano es impecable y no falla casi nunca ni en el ritmo de los parlamentos ni en la elección de las palabras y pronombres (lo que ya es mucho decir, teniendo en cuenta los barbarismos argentinos que suelen cometerse en adaptaciones como ésta). Me molestó un poco la machacona repetición de la voz "Imperio", pero es verdad que es una solución posible para lo que, en su momento, Sartre hacía decir a esas mujeres ("Europa").
Lo demás es todo gozo (la cantidad de mujeres en escena, con la habitual calidad de las actrices argentinas, en particular las que trabajan con Szuchmacher, lo auguraba). No menos memorable que la Hécuba de la Tasisto es la Casandra desenfrenada de Irina Alonso (hermana de la Pelicori, a quien se parece mucho en cuerpo y en estilo de actuación). De Ingrid sólo cabe destacar su ductilidad y su delicadeza incomparables: la hemos visto desempeñar los papeles más disímiles, todos con idéntica sensibilidad y eficacia. Su Andrómaca no podía fallar, y no falla. La pérfida Helena le calza a la perfección a Diana Lamas, que entra al escenario con su desnudez apenas velada y unos aires de reina de belleza de los carnavales porteños que es el mejor contrapunto posible al patetismo de las otras. Las coreutas están muy bien, casi siempre atónitas, desencajadas (es la segunda vez que Rubén me niega la chance de integrar el coro). Los soldados, a mi juicio, sobran.
Si bien la puesta de Szuchmacher (sin dudas, el mejor puestista de teatro de repertorio que tiene la Argentina) había sido diseñada para otro espacio completamente diferente, sorprende la solidez de la presentación en el teatro Coliseo. Los programas de mano son horribles.

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