Yo era una niña de siete años de César Aira (Buenos Aires, Interzona, 2005, 128 págs., ISBN 987.1180.12.8), según se lee en la contratapa, "es el segundo capítulo de una serie" de novelas, de las cuales Yo era una chica moderna fue la primera entrega. Por supuesto, para que haya serie debe haber por lo menos tres elementos, con lo cual se hace difícil evaluar por ahora la serie en su conjunto (más allá de lo evidente: el "dale que yo era..." de la ensoñación infantil y las narradoras femeninas: una chica moderna, una niña de siete años).
Yo era una niña de siete años, en todo caso, se inscribe en un registro diferente de los muchos que Aira maneja (un vasto arco que queda comprendido en la distancia que existe entre "chica moderna y "niña de siete años"). Se trata, en este caso, de los relatos decididamente fantásticos (o disparatados) desde un primer momento (la niña es una princesa, su padre es un rey que se ha convertido en tal mediante un pacto fáustico, etc.). Leída en clave alegórica, como parece reclamar la novela, cualquier cosa podría decirse: que es una investigación sobre el Edipo, desde ya, pero sobre todo que es una alegoría de la verdad de la escritura ("Con las supersticiones populares uno nunca sabe, porque los cuentos más absurdos contienen verdades en alguno de sus niveles de sentido", pág. 116). Como casi todo lo que Aira propone ha propuesto en clave alegórica, por otra parte.
Dos son los aspectos particularmente notables de Yo era una niña de siete años: por un lado, el regreso de las frases descriptivas en las que Aira siempre fue un maestro y que últimamente habían casi desaparecido de sus libros. Como aquí hay viajes, paisajes desconocidos, nevadas, el narrador nos regala la dicha de frases majestuosas como ésta, sobre el cielo nocturno: "La gran membrana negra se desplazaba sobre arcos aceitados de silencio" (pág. 10).
El segundo aspecto se refiere a la ficcionalización de "hechos reales" y requiere una pequeño rodeo anecdótico. Un fin de año, Arturo Carrera había puesto la mesa en la terraza de su casa de Pringles. Hacia el final de la comida, comenzó a levantar la mesa y bajó la empinadísima escalera con unos cuchillos en la mano. Al llegar al patio, tropezó y cayó (algunos cuchillos quedaron clavados en la tierra, como restos de un ritual antiquísimo). Extrañados por su demora, los comensales enviaron a la hija de Arturo a buscarlo. Enorme fue la sorpresa de Ana cuando descubrió a su padre (adolorido, pero ileso) tirado en el patio en medio de un sembradío de cuchillos.
César Aira ha recuperado el episodio en Yo era una niña de siete años (como ha recuperado casi todo lo que en la vida le sucede, a su manera). Como quien dijera: un escritor no es sino eso, una máquina de transformar anécdotas en frases. Pero en la novela, el banquete de reveillon se desarrolla en una de las más altas terrazas del castillo, cubierta con un domo de cristal. El que se cae con los cuchillos es el rey, que ha decretado la prohibición de usarlos para cortar "comidas blandas" (una omelette, por ejemplo) y, ofuscado, se encarga él en persona de proscribir de las mesas en las que están todos los dignatarios extranjeros, además de su corte, tales herramientas. Pero los cuchillos desaparecen y sólo una cámara de vigilancia palaciega permite resolver el misterio: se convirtieron en viboritas y huyeron, lo que determina el abrupto descenso de los índices de popularidad del monarca (las viboritas eran, esa temporada, plaga temida) y el nacimiento de la oposición política en el reino turco de Viscaya.
Son muchas las torsiones a las que somete Aira un episodio nimio como el que presenció para volverlo literatura (dejando, sin embargo, intactos los elementos básicos de la anécdota). En el pasaje de una cosa a la otra, lo que se ve es precisamente la potencia de una literatura libre de todas las determinaciones (no se trata exactamente del realismo, ni tampoco de lo maravilloso, ni de la alegoría, ni del testimonio, ni del humor que tanto daño ha hecho a la lectura de Aira, ni de la coherencia narrativa: " 'Todos esperaban que sucediera algo coherente'. No era pedir demasiado. ¿O sí?", pág. 125) salvo la de la felicidad (por la escritura y, también, por la lectura). Y la potencia de quien, mal que les pese a sus detractores, es uno de los novelistas más importantes (¿el más audaz?) de la Argentina.
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