Mi nuevo deporte (o más bien, compulsión adquisitiva) me arrastra hacia San Andrés de Giles, el terruño natal de Patricio Lennard (casi me atrevería a decir: la mejor pluma del municipio), quien no sólo me reveló la existencia del evento dominical que se ha convertido en el cronómetro de mis semanas, sino también la historia chica del pueblo (y las localidades aledañas, por supuesto). Entre otras cosas, Patricio es un viejo amigo de un muchacho mercedino, Nacho Bertotti, y me ha contado de él cosas que si por ahora callo es por no afligir a su madre, una mujer de buenas intenciones pero pocas luces que todo lo vive con escándalo. Como los amigos de mis amigos son mis amigos, abogo por la causa de Nacho y espero que pueda pronto liberarse de esa familia anacrónica, primitiva y asfixiante que lo arrastra a la infelicidad (con o sin conciencia de ello). Pero no es de las desdichas ajenas de las que tengo que hablar sino de las propias.
Mientras yo me entregaba en San Andrés de Giles a las deliciosas apuestas a las que mi nueva posición laboral me obliga, S. y Anselmo Freire se arrojaban en Buenos Aires a una desafortunada (para ellos, para nosotros) lucha de clases. Hacía tiempo que se venían dando discusiones entre contratantes y contratados a propósito de costos de la mano de obra y ritmos de trabajo. Los Freire, educados en los inconmovibles rigores económicos de una familia gallega de antaño, no querían modificar en un centavo un presupuesto que, a todas luces, había sido calculado en relación con jornadas laborales que se multiplicaron, como suele suceder en estos casos, exponencialmente. Sucedió entonces que, estando yo en Mercedes (¡perdón! En San Andrés de Giles), un miembro de la cuadrilla de Rubenes se cayó por la escalera de mármol que conduce al quinto piso del Chez Freire. Se quebró una pierna. Por supuesto, el cuento allí se detendría si Anselmo, como estaba previsto, hubiera contratado los seguros de responsabilidad civil, tarea que quedó bajo su órbita. Pero se le pasó. Fue postergando el trámite.
Naturalmente, los Rubenes exigieron una reparación económica (los Freire insisten en que no fue un accidente, sino una caída deliberada) y fue entonces cuando comenzamos a arrepentirnos de habernos subido a un barco que estaba ya muy lejos de la costa como para que fuera posible lanzarnos por la borda y abandonarlo. "¡Encima vos (me reprochó S.), que andás tomando reservas!" (porque también ésa es mi área laboral).
S. lo decía con preocupación. Cumplo con eficacia mi tarea (D., no te atormentes: en septiembre tendrás bulín, cueste lo que cueste) y sin embargo, hoy, no sabemos a ciencia cierta cuándo será inaugurado el hotelito de Montserrat, y tememos que debamos acomodar entre escombros a nuestras primeras visitas, Joca (el traductor al portugués de la obra de Arturo Carrera) y su mujer Valeria. Luego de una semana de discusiones y amenazas entre las partes en conflicto (y aconsejados por nuestros abogados, que auguraban lo peor), tomamos la decisión de llegar a un arreglo extrajudicial. Los Freire otorgaron el usufructo por cinco años del quinto piso del hotel (el último, y al que se llega sólo por escaleras bastante fatales los días de humedad, como hemos podido comprobar), conservando para sí la nuda propiedad. ¡Mi adorada terracita, además de dos habitaciones y uno de los baños más lindos de toda la casa! No hubo otra opción y ahora los Rubenes, según protocolo firmado ante escribano público, son nuestros socios (tan minoritarios como yo, pero con la ventaja de que cuentan con habitaciones de propia disponibilidad en Chez Freire)...
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