jueves, 28 de julio de 2005

Giles

San Andrés de Giles es un pueblo más bien plácido de la campiña bonaerense, a media hora de Luján, aproximadamente. La ruta por la que se llega a él, una vez que la autopista se acaba, es una de las más hermosas de las que yo tenga memoria (no por la ruta en sí, sino por los campos que atraviesa). Las cuadras que constituyen el centro del pueblito se organizan alrededor de la avenida Cámpora, en homenaje al odontólogo más famoso que dio la localidad. Es lo más llamativo de una cuadrícula que, por lo demás, repite los sempiternos Sanmartines, Urquizas y Veinticincodemayos de todas las ciudades argentinas.
Cuento, ahora, las horas que me separan de mi próxima excursión a los remates de San Andrés de Giles y de posibles enfrentamientos (según me advierten los conocedores) con las mafias de los remates (que incluye en una mixtura extrañísima y un poco delirante a martilleros, anticuarios, matarifes y fleteros). Pero ya no tengo posibilidad de volver atrás. He descubierto en mí una pasión que no me conocía, pero que bien mirada no resulta sorprendente. Siempre me gustó el juego y si nunca me entregué a sus delicias fue por la imposibilidad de perder lo que no tengo. Ir a un remate es como apostar, con la ventaja de que uno no pierde nunca (a lo sumo: no gana). Mucho más cuando uno cumple una encomienda y está pujando con dineros ajenos.
La cosecha del pasado fin de semana fue (para mí, que he perdido casi por completo el hábito de comprar) felicísima y por demás prometedora:
Un taburete de 1 m x 1 m (ideal, imaginé, para fornicaciones de toda laya), un juego de 6 sillas y una mesa de café Thonet, dos silloncitos de una plaza de líneas eclécticas pero encantadores, una lámpara de pie de bronce que con buena voluntad puede participar del estilo art decó (Roberto, nuestro valet, habrá de lustrarla con odio infinito hacia nosotros), un juego incompleto de platos de porcelana de Limoge, una porquería de bronce para colgar de la pared que S. censuró que hubiera comprado refiriéndose a ella como "la Frida Kahlo bailando" (¡pero yo estaba ya engolosinado!), un mostrador de madera maciza que habrá sido de un bar pero servirá de recepción en el Chez Freire, un falso Matisse para la suite nupcial, un encededor Dupont viejo (que los Freire no quieren, porque no fuman), una resma de papel carbónico y un rebenque que le regalé a mi mamá para que le pegue a las perras (Zamba y Pampa) cuando no le hacen caso.
Si no compré más fue porque el clima estaba poco católico y el traslado de tantas cosas hasta su depósito transitorio iba a ser un engorro. Además me di cuenta de que ya estaba haciendo ofertas por cualquier cosa que mostraran.
Contra todas mis prevenciones, el fletero no era el malandra que su cara hacía prever y no morí en la ruta (después de todo, quién estaría dispuesto a matar por las bagatelas que transportábamos). Me explicó, durante un viaje que fue un suplicio por el tráfico de fin de semana que ni un domingo de clima destemplado como el último mermó, que las marcas que tenía en los brazos, el cuello, la frente y los pómulos eran producto de una varicela que estaba atravesando ("¡vos no la tuviste!", me gritó mi mamá cuando se enteró de la poca higiénica convivencia en la cabina de la camioneta).
Mis adquisiciones llegaron a salvo y yo, cansado pero feliz, volví a casa con los ojos brillantes como un adicto a quien le han vendido a muy buen precio una tiza particularmente noble. Los disgustos, sin embargo, no se hicieron esperar...

4 comentarios:

Ana Clara Pérez Cotten dijo...

En el remate de San Andrés de Giles me compré una gallina y sus dos pollitos. Me apostaron que no me animaba...

Anónimo dijo...

podés decir como se llega a ellos y que día son? Gzl.

Linkillo: cosas mías dijo...

Los domingos, desde temprano. Hay que llegar a San Andrés de Giles y preguntar ahí.

gABRIELA dijo...

los remates de fusco en lujan son mucho mejores .vayan alla...